Primero unos zumbidos. Después,
unos golpecitos. Uno tras otro y vuelta a empezar. Podría estar en el interior
de un submarino. El sonido debe ser similar. Pero no, esto no es un submarino, ni
tampoco en un paseo de veinte mil leguas. Me entra claustrofobia. Pero soy obediente, ahora incluso un poco temerosa e intento
concentrarme en un paisaje agradable. Pienso en agua fresca. Un río, una playa, una piscina. Una alberca arrullada por el sonido de las chicharras un mediodía de
agosto. Todo vale, nada sobra. Llegan nuevos
golpes, ahora un poco más intensos y estoy tentada de apretar el botón. Me pica
la nariz. Pero aquí no se rasca ni Dios. Y me quedo adormecida. Lo sé porque siento un poco de frío y en la vida despierta el calor no da tregua. Sólo aquí puede hacer frío. Aquí todo es distinto. Áspero, frío, incierto, incómodo. Me viene a la cabeza algo que recoge Uriarte
en sus “Diarios”. Se puede ser un cabrón y escribir bien, y
que es posible que solo los cabrones escriban bien. Espero que pase lo mismo con el tipo que ahora mismo me remira por dentro. Es un cabrón petulante, pero
espero que sea el mejor.
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