Que
la gente miente más que habla es una de esas frases que la realidad, la
experiencia, convierte en una máxima a tener en cuenta. En la era de las redes
sociales, donde todos somos más guapos, más altos, con menos kilos encima y
unas pestañas kilométricas, la mentira es el comodín con el capear la vida
sosa, triste y vacía de mucha gente. No me referiré a la política, campo que se
abona trola tras trola sin consecuencia alguna y con escasa repercusión en la
vida y reputación del trolero. Cuando alguien actúa mezquinamente, justifica
su comportamiento lastimoso, incluso despreciable, utilizando la mentira sin
pudor alguno y con ella se maquilla y se viste para intentar que el otro se
trague el sapo, aunque no le pase por el cuello. En lo laboral, la cuestión de
la bola, la trola, el mojón, también ha llegado para quedarse. Si en su momento
los dinosaurios se extinguieron por el impacto del asteroide Chicxulu enfrió la
tierra y palmaron todos de un fortísimo constipado; los seres humanos vamos a
acabar igual, congelados y tiesos, por la falta de honradez, honestidad, y la consolidación
mundial del funcionamiento ruin y hampón con el que nos movemos. Así están las
cosas de feas, que se complican mucho más cuando la sociedad se sumerge en un
infantilismo que se perpetúa, pese a que el personal vaya cumpliendo más años que Matusalén.
Y no, no es que hoy me hayan mentido más que otras veces, ni que el aleteo de
alguna que otra pestaña postiza haya sido más mortífera de lo habitual, sino
que de algo había que hablar y la cosa se me ha puesto a tiro.
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