Empiezo a leer. No
entiendo nada. Vuelvo a la primera página, a la primera palabra, y me empeño en
seguir. Pero no entiendo nada. Me he perdido dos veces y aunque conozco y
reconozco cada palabra, soy incapaz de darle sentido. Paro. Bebo un sorbo del
café que dejé sobre la mesa hace un par de horas. Me gusta frío y ahogado
en agua. No parece que la cafeína ni el parón ayuden mucho. No es más que una
novela, pero igual se me ha soltado algún cable y, sin darme apenas cuenta, he
perdido la capacidad de comprensión por mucho que me concentre. Es una
sensación bastante extraña, así que lo dejo y sintonizo una emisora de radio
que solo pone música de los 80. Respiro hondo. Me pregunto en qué momento
empezó el deterioro porque, sin duda, esto lo es. Suena Mecano y yo misma soy
yo, un cuadro de bifrontismo agotado y chusco que, como la canción, juró que ya
no más y aquí estoy, con la neurona medio fundida. Se lo cuento a Berta y hace
un mohín. Un gesto que repite, desde que la conozco, cada vez que suelto algo
que considera una majadería. Y esta vez, debe de ser de campeonato por lo
acusado del gesto. Le digo que una vida entera, incluso dos, es tiempo más que
suficiente para olvidar a alguien, pero que a veces nos atascamos en un pasado
y vagamos por aquel, sin querer inventar nada, solo recordando un gesto, una
palabra, un pensamiento. Lo abrupto tiene esas cosas. Vives, se muere, y tú
sigues con lo que parece una vida que a veces no es la tuya. Me da un beso de
abuela, en la frente, y me quedo ahí, en mitad de una partida que no comprendo
y una novela que concluyo que es una mierda.
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