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domingo, 7 de junio de 2015

QUERIDA GRACE



«La mayor parte de la gente, una vez que alcanza determinada edad, se enfrenta día tras día 
con la idea de plenitud y se aferra a todas las cosas que una vez formaron parte de ellos,
 como un modo de mantener la ilusión de que están plenamente presentes en la vida.»
Richard Ford


Querida Grace:

He recibido tu carta, y aunque me dices que estás en Marte, sé que en realidad estás en el centro de Venus. Que estás a punto de arrancarte los cabellos, de devorarte las uñas y de hacer un ofrecimiento a los dioses para que el irremediable dolor que te produjo su marcha ceda un poco. Pero como te empeñas en hablar de Gaza, sin entrar en los pormenores de la última estampida de John, te diré que los peores muros no son siempre los de piedra, aunque esos te conviertan la vida en recorrido de muy pocos kilómetros. Piénsalo bien, Grace ¿Cuántas veces vas más allá de Bakery Place? ¿Cuántas veces en tu vida has cruzado al otro lado del Hudson? Puedes hacerlo, nada te lo impide y en eso consiste tu libertad, en saber que en cualquier momento puedes coger el ferry y sentarte en el Café de Emma, tomarte un chocolate hirviendo y escuchar las sirenas de los barcos que van y vienen. Esa es la verdadera diferencia en lo fundamental.
Me preguntas sobre la posibilidad de que apartemos el papel y continuemos esta relación epistolar por medios más modernos. A estas alturas, la pregunta no me sorprende, como tampoco debería sorprenderte a ti la respuesta.  Cada una de las palabras que trazo sobre el papel ha sido escogida para ti y me gusta pensar que cuando camino buscando un buzón, a veces el más lejano que soy capaz de encontrar en este barrio, es un esfuerzo que personaliza más, si cabe, las cosas que te cuento. ¿Acaso no te parece maravillosa la dedicación que cada uno de nosotros pone para mantenernos en contacto? ¿Qué gracia tendría sentarme ante el ordenador, improvisar dos frases y lanzarlas sin ninguna energía más que la de pulsar un frío botón? No es la primera vez que, a medio camino, giro sobre mis pies para añadir cualquier cosa que creo que te puede interesar. Ahí está la gracia, podemos madurar lo que guardamos en el bolsillo antes de mandarlo a miles de kilómetros. Me aterra la inmediatez, la banalización de las relaciones y que el tiempo pase demasiado deprisa.

Me hago viejo y tú eres demasiado joven aún. Mañana salgo de viaje. Puede que sea divertido aunque nadie lo diría por lo mucho que refunfuña mi amada Helen mientras prepara las maletas. Sí, soy un anciano acomodaticio que se emplea poco en lo doméstico y demasiado en buscar las frases hechas que satisfagan a unos y a otros. El mundo se va a la mierda desde el inicio de los tiempos, Grace, pero mientras existan personas como tú, a salvo de locos como yo, dispuestas a levantarse cada día y a continuar viviendo, aunque nunca crucen el Atlántico en busca de falsas promesas que corren por el aire como una fuerte tensión nerviosa, aun habrá esperanza.

Querida Grace. Mañana yo salgo de viaje y tú deberías pensar en plantar aquellos bulbos de los que me hablaste en febrero. El buen tiempo llegará pronto y todo reverdecerá de nuevo, porque la vida siempre es así, aunque ahora sólo tengas tiempo para morderte las uñas y cuidar de los niños. El buen tiempo llega siempre, aunque a veces se retrase un poco. Eso es lo que debes recordar. No guardes otra cosa en la memoria, no sirve para nada.

Un abrazo.

John 



miércoles, 3 de junio de 2015

MI PATRIA



«¿Qué puede haber imprevisto para el que nada ha previsto?»
Paul Valéry



Durante más de veinte años ocupé la habitación que daba al salón, posiblemente la más pequeña, pero la que más luz tenía. El privilegio de encontrarse en mitad de unos y de otros, a merced de la soledad del que a veces se sabe excluido por arriba y por abajo, por ser demasiado pequeña o por ser demasiado mayor, concedía algunas prebendas. Millones de pasos dados en el escaso distribuidor que ordenaba las habitaciones que quedaban al otro lado de la cristalera del comedor. Colas en el baño a primera hora de la mañana que acababan en un revoltillo del que una no siempre salía airosa, litros de cola-cao en una cocina en la que, en dos mesas abatibles, nos distribuíamos legañoso por las mañanas y en plena euforia infantil por las tardes, bajo la batuta de una madre que a veces se desbordaba.
Los fines de semana, daba igual el tiempo que hiciera, los mayores ganaban espacio a costa de un patio que se convertía en una pista de circo que ofrecía a los vecinos de la manzana un espectáculo de críos que imagino que, en más de una ocasión, debió dejarles sin siesta. Las casas más próximas fueron murallas que nos protegían de una ciudad que escondía cien mil peligros a la vuelta cada equina. A fin de cuentas, en nuestro castillo habitaban tantas princesas como dedos hay en una mano. Allí pasé mi infancia, parte de mi juventud y aun hoy, cuando poco queda de todo aquello, voy con frecuencia porque mi madre sigue haciéndose fuerte en el castillo. 
Sin embargo, ahora, en mi propia medianía, la vida me devuelve a casa de unos padres de los que ya sólo quedan la mitad, y todo me resulta extraño. Las habitaciones, el patio, la cocina y el salón son solo las rémoras de un tiempo que existió y que a veces, sin quererlo, se va difuminando y solo deja el recuerdo de sensaciones que llegas a tocar con las puntas de unos dedos que andan ya encallecidos. Lo común y cercano se vuelve distante. Es extraño.

Decía Rilke que la verdadera patria del hombre es la infancia. A buen seguro que sí. Debe ser por eso que mientras voy de habitación en habitación, reconociendo algunos olores de antes, siento una cierta nostalgia que tal vez se parece a la del emigrante que un día salió de casa en busca de su propio futuro, ennobleciéndola en su memoria, y que al volver a su tierra chica apenas reconoce nada.