Con tu belleza matadora, cien veces bella, más y más, tú siempre,
siempre, a todas horas, de frialdad fundida estás.
Al aterrizar sabía que lo primero
que debía hacer era cubrirme las orejas y destapar muy bien los oídos. Nada que
perderse aunque sea muy poco lo que se comprende. El lenguaje universal de los
signos, las sonrisas a tiempo que desarman las muecas del que no sabe que una
buena risa alivia mucho, y cuatro cosas más, sirven para, entre otras muchas, andar varios grados bajo cero sin abrirse la crisma, asistir a una
tertulia operística improvisada en un café en el que bien podría encontrarse el fantasma de Boris Pasternak, para sentarse en un escañó parlamentario y levantar el
trasero muy rápido no vaya a ser que las cosas aquí sean como en casa y se nos
pegue algo raro, para endilgarse algún que otro vaso de pálinka sin desmayarse;
y constatar que la distancia no es el olvido, que las desgracias del mundo
siempre provienen del mismo sitio, que sin dos nunca hay tres y que eso también vale para ti. Sigo con los
oídos bien abiertos, los ojos un tanto entornados por aquello de que la niebla,
como el humo, a veces nos ciega, esperando una tormenta que se sobrelleva como
se puede a base de frotarse las manos y olvidar que las tardes no existen.
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