En medio de esa fuga sonora me acordaba de san Agustín asombrado ante san Ambrosio,
quien parece que había descubierto una manera de leer sin pronunciar las palabras.
Después de un par de años fuera de
España volví a casa. El contraste fue abismal. Durante los últimos tiempos en Etroid,
además de los largos meses que coexistía con un frío atroz, vivía con la
sensación de que nada no importaba demasiado. La tierra de los emigrantes, grata
y generosa en apariencia, se convertía en ocasiones, demasiadas incluso, en la
tierra del olvido. Sus habitantes parecían arrastrar siempre el peso de la
melancolía infinita en la que siempre se transforma el deseo del regreso que no se materializa
jamás. Nada importaba demasiado porque
en lo que tardaba en llegar el amanecer, un manto de indiferencia, en lo sustancial,
lo cubría todo. Con el cambio de día, la probabilidad de que alguien recordara
tu nombre era prácticamente nula. Cambios constantes que lo convertían todo en menos
que cero.
Mi estancia fue siempre circunstancial y aun a sabiendas que mi
vuelta estaba incluso pactada, no podía evitar esa misma sensación de lejanía,
desconcierto y tristeza que te entrega el saberte extranjero. Extranjero en el
alma.
Cada rincón, cada esquina, cada estación
de metro se convertía para el extraño en el escenario imaginado de despedidas
que jamás se iban a suceder. Puede que ahora, por esa esperanza en el regreso, Etroid aparezca
siempre medio en ruinas. La televisión devuelve la misma imagen ronca de
entonces solo que con un aspecto menos feroz. La sombra de una ciudad que un
día fue y que guardaba los restos de un antiguo de El Dorado que ya nadie recuerda.
Asumir la pertenencia que el tiempo ha consolidado, que se lee en los ojos de
los más viejos, es parte de la derrota.
Al observar el ritmo de la ciudad
una enorme sensación de vacío te sigue atravesando. Pero aun así, recuerdo la
sensación de buscar, entre los pasos perdidos de los que recorren unas calles huérfanas
de todo, una mirada, unas palabras que hermanen en la distancia. Miradas con la
que nunca te cruzas porque en Etroid todo el mundo mira al suelo, contando los
adoquines, guardándose el vaho entre las manos, porque en el fondo temen que
alguien les dirija la palabra, porque no
hay nada que decir, salvo un lacónico e imposible: que tengas un buen
viaje.
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