"En la vida de hoy, el mundo solo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados".
Una invasión de moscas enanas ha llenado el patio y caminan torpemente por la cristalera del dormitorio como si fuera una pista de hielo muy particular. Sino
fuera porque mis vecinas, las dominicanas, durante toda la semana han dado buena
muestra de estar vivas, pensaría que alguna de ellas descansa el sueño de los
justos, exhalando los humores de los que nacen toda clase de bichos que llenan los pisos colindantes. Pero no. Viven y follan con la alegría de los veinte años, de eso podemos dar buena cuenta todos los que compartimos
paredes con ellas. Por eso el misterio de las pequeñas moscas que revolotean
entre los restos de unos jazmines que murieron con las últimas heladas. Carlos, inclinado sobre el terrazo del patio, las observa con detenimiento como si fuera un entomólogo en plena
investigación, y concluye que son mosquitas
de la fruta.
Miro hacia arriba,
las ventanas del resto del edificio siguen cerradas a cal y canto. No pongo en
duda su conclusión, pero no sé si su rigurosidad en la interpretación
de la elasticidad de los materiales de construcción son transmisibles a la
biología. ¿Moscas de la fruta? ¿En febrero? Solo espero que no sean moscas de
la fruta de la pasión porque de ser así quizá mi inicial preocupación por la
siniestra llegada de los bichitos no carecería de cierta lógica.
Pero es domingo, amanece gris, como los últimos domingos de
este invierno guasón, y mientas preparamos una cafetera generosa de las de
antes, nos repartimos las tazas y nos dividimos por la casa, buscando cada uno
sus gafas, para aprovechar esos instantes, casi siempre inexistentes, de tranquilidad
absoluta. Releer a Pessoa y escuchar a Billie Holiday para concluir que
cualquier tiempo pasado fue siempre anterior, mientras con la mano abano unas moscas diminutas
pero muy pesadas.
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