Pero ¿Qué te ocurre? Sabía perfectamente lo que le ocurría. El amor.
Llegué el viernes sin avisar demasiado que iba. Había
apuntado que tal vez, que quizás, que si la cosa se ponía a tiro, pero lo
cierto es que tenía los billetes desde hacía un par de meses. La intención
de sorprenderles a la salida de la escuela hizo que durante semanas me mordiera
la lengua y me hiciera la loca. Y loca me volví, y el resto un poco también,
porque si hay algo que me gusta es mi gente, los míos. Y son capaces de trastornarme
para bien y, por qué no decirlo, para mal también. Por eso casi nunca importan
las cosas coyunturales, y no importa que
el termómetro no suba ni poniéndolo en agua caliente, ni que las turbulencias te
dejen medio cao, ni siquiera los kilómetros conduciendo entre la niebla como si
fueras Caperucita perdida en mitad del bosque. Y casi tampoco importa, aunque a veces se crea que sí, que cuando la
cosa se acaba a una le quede la sensación de que se pierde parte de la vida, de
la vida de otros que es la vida de una misma, porque se sabe de antemano (y de mano después), que la cosa va así. Así que si un día alguien les llama
para decirles que lo que más le gustaría en el mundo es que estuvieran allí, no
lo duden, vayan. Lo circunstancial apenas importa más que si va a convertirse en una excusa. Cuando algo importa ningún esfuerzo es demasiado, y
lo de menos, en este caso, era Giselle. Pero no, Giselle cuando tienes nueve años también importa,
y mucho.
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