Muchas cosas pueden tener sentido y pertinencia,
es la vida la que no los tiene, el todo no tiene ningún sentido
pero cada una de sus partes por separado sí.
En los barrios populares la crisis también enseña la cara a
la hora del paseo. En las mañanas soleadas se puede ver a los ancianos del
lugar paseando perros pequeños que desde hace años sustituyen la compañía de
aquellos que se fueron de manera definitiva, o la de ausencia de aquellos otros
que, por el motivo que sea, se alejaron de sus mayores. Muchos de los perros
que acompañan a nuestros abuelos son el regalo de unos hijos que se sienten
desbordados por sus propias vidas, sus obligaciones, incluso por la misma soledad
de sus mayores. Por eso muchas de estas mascotas se han trasformado en el
salvaconciencias de los medianos de la manada y en el último refugio sentimental de muchos de nuestros mayores. Con ellas se les entregan una obligación
de cuatro patas que les mantendrá ocupados gran parte de su tiempo. Un tiempo
que se ha ido vaciando de obligaciones y que se multiplica por mil cuando no se
tiene con quien compartir la vida adulta. Estas compañías peludas les obligan a
salir a la calle no menos de tres veces al día, a atenderles en sus necesidades (porque no hay nada tan dependiente como un perro o un gato urbano), y a disimular,
con ellos, la permanente soledad de lo que en sus tiempos fue un hogar lleno de
vida y que ahora pesa en la conciencia.
En mi barrio hace tiempo que desaparecieron aquellas mujeres
que agarraban del brazo a los más ancianos para acompañarlos a la farmacia, al
supermercado y a dar una vuelta durante las horas del sol. ¿Qué economía puede
permitirse el lujo de una compañía previo pago? Ahora son las correas de perros
diminutos y los carritos habilitados con asiento lo que llenan las plazas, los
bancos de las calles y el ambulatorio, los que pintan la soledad de no pocos.
Esta mañana, pese al frío que tenemos desde hace una semana,
en el paseo, al sol, descansan docenas de ancianos, casi todo ellos acompañados de
canes diminutos que dormitan lánguidamente a los pies de sus amos. Los cuatro
rayos del sol de este febrero glacial convierten
la calle en un patio abierto a los cuatro vientos, rayos que calientan los bancos de hormigón que el
tiempo y la política municipal sustituyeron a aquellos antiguos de madera que
vestían las calles de un modo más cálido y acogedor.
Paseo junto a los ancianos, buscando un poco del mismo
calor que ellos. Algunos de los perros, compañía silenciosa que nosotros nos
olvidamos de dar, levantan la cabeza para dejarla caer de nuevo, mansamente,
sobre las zapatillas de sus amos. Reconozco algunas caras de siempre que el tiempo
hará desaparecer y que olvidaré en cuanto deje de verlas. Es el implacable paso
del tiempo. Los tiempos de las estridencias quedaron atrás. Mientras
llego al final de la calle me pregunto: ¿A dónde irán a parar todas esas
mascotas que son el refugio emocional de tantos? La simbiosis que casi siempre
se produce entre dos seres tan distintos, pero tan complementarios hacía el
final de la vida de nuestros ancianos, me hace pensar que aquellas que los
sobreviven perecen al poco tiempo, sin pompa y con bastante olvido.
ya decía aquel..., que la soledad tenía 100 años
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