La mediocridad depende del contexto.
David Foster Wallace
Hora de entrar a trabajar, de coger el ascensor. No es extraño encontrarse,
día tras día, con las mismas personas. Pasada la fase de mirar el móvil, de
mirar al infinito o la punta de los pies mientras te elevas, se inicia un breve
y anodino contacto de sonrisa impostada con un «¿Qué tal?» que recibe la
simple respuesta: «Bien, de jueves ya», o del día de la semana que
toque, que todos le van bien. Una, frase hecha que no dice nada. Un romper el
silencio incómodo por romperlo, porque la cercanía del cuerpo del desconocido
se nos vuelve espesa y pastosa.
Son las insustanciales conversaciones de ascensor, sobre el tiempo,
el fútbol o incluso el cansancio de los días que pasan y que
acercan al fin de semana. Ni el trayecto, ni la relación con el otro, da para
más. Por eso aunque uno se esté muriendo por dentro, el dolor de cabeza
martillee sin tregua, la hipoteca pese como una piedra, y el mundo se hunda
bajo los pies, el ascensor es un mundo ideal de bienestar. Todos andan bien. Y
mañana, y pasado, seguirán igual de bien porque, en realidad, casi nadie
importa nada, casi nada importa a nadie, dentro de aquellas cuatro paredes.
Apenas si llueve, apenas si vives. Pero, pese a lo rancio o lo tosco, pocos
evitarán el suplicio de tanta banalidad dentro de un cubículo irrespirable, por
eso las escaleras mueren solas y nuestro corazón con ellas.
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