Cuando cambió de postura sintió contra la cara la almohada mojada y fría.
Ian McEwan
Las críticas que está recibiendo “La ley del menor” de Ian
McEwan están siendo todas estupendas desde un punto de vista literario. No seré
yo quien diga lo contrario, porque mentiría, así lo creo. Debo reconocer que lo he leído de
un tirón, en dos ratos muertos que he
pasado sentada apurando el almuerzo que en las últimas semanas se suceden en la
mesa de mi despacho, en la que se acumula más papel del que puedo digerir. Cuando
lees un libro de corrido es porque estás atrapado. Eso es precisamente lo que
me ha ocurrido a mí. Los motivos son diversos. Algunos libros no pasan desapercibidos y éste
es uno de ellos. Nada que decir desde el punto de vista narrativo, pero sí al
respecto de la trama. Una apreciación que proviene de una lectura que no está exenta, como casi siempre, de la visión que cada uno tenemos de
determinadas cosas. Por eso, al leer a McEwan no puedo dejar de pensar, y
volver, sobre la idea de la trascendencia que sobre la vida de otros tiene la
intervención de determinados profesionales; de la necesidad de calibrar
desde cierta distancia algunos hechos que se suceden en estas relaciones.
Tomar
decisiones o incluso las riendas de los conflictos de otros conlleva
consecuencias, y uno ha de ser consciente de ello. Sin embargo también creo que esa responsabilidad,
que a veces pesa como una losa, no puede convertirse, de un modo automático y casi justificativo, en culpa cuando las cosas
se desbordan. La vida está llena de
acontecimientos en los que intervenimos y que perdemos de vista al cabo de
un tiempo, por necesidad, por precaución, o simplemente porque es ley de vida. Lo que a veces sucede por el camino no siempre está a nuestro alcance y pienso que es mejor así, lo contrario sería un sinvivir, porque el ser humano es poroso y en
determinadas profesiones, aunque uno se revista de la pátina de neutralidad y
asepsia sin perder cierta empatía, la vida ajena va calando y haciéndose hueco,
para bien o para mal.
Sé que debo releer “La Ley del menor” para recrearme en la suerte de su
protagonista y comentar, después y entre bambalinas, que las lágrimas de Fiona
Maye son universales.
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