El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor,
y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno.
Gabriel García Márquez
A la ley todo el mundo le da coces, en muchas ocasiones por pura ignorancia. En una tertulia de tres
al cuarto, un personaje típico de las crónicas del corazón, pone a caer de un
burro a una conocida presentadora de televisión y a un cocinero de postín que han decidido casarse en el
vestidor de su casa. Una elección curiosa como escenario, no diré que no. Pero
en estos momentos, en el que uno puede casarse en una ceremonia que puede ser
oficiada por un ministro de confesión religiosa, un Juez, un Alcalde, un Concejal
delegado, o un Notario, debemos empezar a pensar que también el decorado va a
ser variopinto. Pero eso es lo anecdótico, lo importante es qué significa ese
acto para las partes contrayentes y para el universo.
La gran mayoría de parejas que se forman en el llamado primero mundo
(motivos espurios a parte), esperan encontrar en el otro: respeto, apoyo, una
convivencia sincera, socorro mutuo y compartir las responsabilidades. No
conozco a nadie que busque una cosa muy
distinta cuando decide compartir su vida con otra persona. Para casi todos, esas cosas son los
pilares de la vida en común. Estos elementos tan sustanciales y que parecen tan obvios no son ni más ni
menos que (¡Oh, sopresa!), los derechos y las obligaciones que la ley vincula al matrimonio. Cuando escucho a determinadas personas denostar el matrimonio y
alabar la constitución de parejas estables siempre les pregunto: ¿Qué esperas
de tu pareja? La respuesta casi siempre es la misma: el soporte, la fidelidad
(no solo física), la ayuda, etc., y entonces, no sin cierto regocijo travieso, repregunto: ¿Y por qué no te casas? La
respuesta es casi siempre la misma, “no quiero que unos papeles gobiernen mi vida”. Y ahí ya no me queda otra que decir que eso está muy bien, y dejarlo ahí si la cosa no se tercia amable y con ganas de seguir la charla. No albergo ninguna duda de que esa afirmación casi nunca es cierta, al menos no con una perspectiva de futuro. Cuando llega la desgracia
de la ruptura, o incluso del fallecimiento de alguno de los miembros de la pareja, los papeles vuelan arriba y abajo porque aquel que en un momento de su vida decidió que no quería que "nadie" (la ley, la institución del matrimonio, o lo que fuera) gobernara su destino, ahora necesita de la fuerza
de una Ley que le amparare para que se le reconozca lo que cree que le
pertenece por esa comunidad de vida que formó.
La realidad es tozuda y al final, las cosas son lo que son, y se necesitan mucha honradez para asumir las consecuencias de las decisiones que se adoptan, no solo en el matrimonio, obviamente. La
elección de lo que cada uno quiere hacer con su vida es cosa de cada uno, pero tampoco hay que
ser ingenuos, ni ser unos “anti” porque eso sea lo moderno. Casarse o no casarse es mucho más que meterse en un armario, o sentarse al borde de un acantilado para prestar un consentimiento a algo que va a trascender en el futuro. La vida en pareja es
una aventura extraordinaria, y ahí que cada uno incline la balanza hacia donde
quiera, para bien o para mal. Y todo eso sin hablar del amor, ni mucho menos
del enamoramiento, porque ese es otro tema.
En todo caso, felicidades pareja, dentro y fuera del armario.
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