Una oleada de pánico le trajo el alivio de lo conocido.
Patricia Highsmith
Trabajaba en aquella casa desde hacía más de diez años. Una
vez más la encontró sobre la cama, dormida, casi muerta si fuera por la postura en la que se encontraba. Tenía el torso desnudo y el pecho, con cada inspiración, flojeaba como si fuera de gelatina. Sobre la mesilla de
noche encontró las medidas desmayadas, un vaso vacío y el envase de los
tranquilizantes. Cerró la puerta procurando no hacer ruido y se fue hacia el
salón. La señora dormiría un durante un par de horas más, así que se tumbó en el sofá, cruzó las piernas sobre el reposabrazos y encendió el televisor. Con suerte aun
llegaba a tiempo para el concurso de las diez. Encendió un cigarrillo, colocó
el cenicero sobre el abdomen y en voz baja deletreó cada una de las letras que
aparecían en la pantalla mientras intentaba descubrir la palabra que se escondía en aquella ruleta. Le entró hambre y miró
el reloj. Tendría que esperar un poco más, a la Señora le gustaba que tomaran
juntas el primer café de la mañana, primero de ella, porque Maggie a esa hora ya
llevaba más de dos y más de tres cafés en el cuerpo. El presentador
deletreaba la palabra completada y unos
aplausos metálicos rellenaban el entusiasmo de un plató que a buen seguro
estaba vacío, como la habitación del fondo. Pensó que debería llamar al señor, decirle que
la señora andaba peor que mal. Pero aunque sabía que era lo que debía hacer, aquella
mujer le gustaba quizá por eso no le costaba guardarle las
confidencias y le escondía lo que llamaba “travesuras de la edad madura”,
porque aunque a ella la había contratado el Señor, cuando aún era el Señor de
aquella casa, la única que seguía allí era ella. Pero aquella mujer, que a
veces parecía más loca que cuerda, siempre la había tratado bien y, en el
fondo, hasta le gustaba. Escuchó un murmullo, levantó la cabeza, pero la puerta
continuaba cerrada. El resuello de las noches turbias se cuela por cualquier resquicio. Imaginó la ropa retirada de la cama, el cabello que colgaba
sobre la almohada y las bragas viejas que se ponía para dormir. Se humedeció.
Se desabrochó los primeros botones de la bata y se acarició el pecho pasando la
mano bajo el sostén. Entre las risas enlatadas del televisor le llegaba el
rumor de la respiración confusa de aquella la mujer blanda que dormía a unos
cuantos pasos. Dio una nueva calada y bajó la mano hasta el interior de sus
bragas. Con la próxima paga pensaba comprárselas nuevas, las que tenía le
rozaban las ingles y le atrapaban la mano de mala manera. Quedaban dos vocales
y una consonante para terminar. Un reguero acuoso quedó en la tapicería del
sofá. ¡Maldita sea! Ahora tendría que limpiarlo también antes del desayuno.
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