Dime que sí, que sí, como me dices
que no con la tristeza arrinconada
cuando ya el beso se convierte en nada
en los mártires labios aprendices.
Luis Rosales
Después de repetir en infinidad de ocasiones que lo que
mejor había hecho en la vida había sido marcharme de allí, acabé volviendo. Era
enero, tal vez febrero. Llegué de noche.
Hacía un frío intenso y tuve la
impresión, como entonces, que la vida discurría a escondidas del sol. Me
debatía entre las diferentes maneras de enfrentarme a un regreso que no había
planeado y por el que, sin embargo, había
terminado subiendo a un avión, atravesado medio país y plantado la maleta frente
aquella puerta. Quizá fuera la noticia de tu muerte inminente, quizá fuera la
necesidad de encontrar, pasados los años, una explicación a aquella huida hacia
delante que no sirvió de nada.
Busqué la llave bajo
el felpudo y abrí, despacio.El mal recibir de las casas cerradas me dio la
bienvenida con un intenso olor a viejo. Sobre la mesa encontré el listado de
indicaciones para encender la calefacción, las horas de recogida de la basura y
el teléfono de la persona a la que debía llamar si surgía algún problema con el
apartamento durante mi estancia. No iba a necesitar nada de todo aquello. Aquellas cuatro paredes habían
sido mi casa hacía ya muchos años. Reconocí los cuatro muebles que llenaban la sala, adecentada con cuatro detalles impersonales, y me
senté en el sofá. Todo seguía exactamente igual. Necesitaba fumar. Los últimos diez años habían transcurrido
sin un solo cigarrillo en el bolsillo y en cambio, ahora, la necesidad era tan intensa
que me puse el abrigo y salí a la calle.
Empezó a nevar. Los pies resbalaban y temí terminar escalabrado
y maltrecho en mitad de la calle. No sería la primera vez. Recordé aquella
ocasión que volviendo de trabajar, corriendo por verte, terminé en el suelo, con una brecha en la cabeza
y la dignidad en el bolsillo. Fue tu cara de espanto la que me dio la medida de aquel tropiezo tan estúpido. Y entonces sonreí, como los locos, como los
tontos, como los hombres solos que hablan con los fantasmas de sus vidas
pasadas.
Caminé por la avenida, junto al canal. La nieve empezaba a
acumularse por los rincones. A lo lejos, solo se veía la inmensa mole blanca de los montes nevados. Di la vuelta para volver casa, con las manos vacías. Me dije que
mañana, con las primeras luces del alba, subiría la ladera. Ahí arriba, donde el viento aturde los abedules,
debes de sentir muy sola.
No hay comentarios:
Publicar un comentario