Y yo te sigo viendo
con una nube en cada hombro y una taza de caldo cada día,
y estabas desclavándote
y las palabras que no podías decir,
que no podías decir a nadie en aquel pueblo te iba atando a
una columna.
Luis Rosales
Empecé haciendo trampa, buscaba
entre libros y periódicos una primera frase con la que empezar la hoja en
blanco. Era algo así como romper el hielo con un extraño, que se me presentaba
distante, con algo ya probado antes con buen resultado. Al poco me di cuenta de que aquella artimaña no servía de nada porque aquellas
primeras palabras, que parecía que estaban bajo control, en mis manos se convertían
en poco menos que un desastre. Así que improvisé del principio al final, sin nada en que escudarme.
Le di a leer unas cuantas hojas que recogían la
historia de una astronauta que había decidido enrolarse en un viaje
espacial con la sola finalidad de desintegrarse antes de cruzar la atmósfera a
una velocidad estratosférica. Le vi levantar la ceja. Me preguntó el motivo por
el que aquella mujer, que según le contaba había sufrido una inmensidad hasta
conseguir trabajar en una agencia espacial, solo pensaba en desintegrarse delante de los ojos de los que estuvieran viendo el despegue. Contesté que no lo sabía, que quizá era por llamar la atención. Dobló las hojas y me las
devolvió. Me invitó a dar un paseo. Caminamos en silencio durante una hora. Al
llegar a la esquina de la Quinta con Satura Park se detuvo, jugueteó con la punta
del pie con las hojas que cubrían la acera, miró al cielo y dijo que parecía
que iba a llover. Encendió un cigarrillo y se despidió con un leve gesto de la
cabeza. Cuando apenas llevaba unos pasos, y yo me reconcomía por mi torpeza
sin fin, se dio la vuelta con la misma lentitud que un fotograma de cine
antiguo y le escuche decir que debía seguir pensando, que nadie imagina inmolándose de
una manera tan artificialmente estúpida. Siguió caminando y ahí seguí, viendo
como aquella espalda se convertía en un puntito indefinido. Miré al cielo y vi
la estela de un avión cruzando a toda velocidad. El murmullo de la ciudad me
despertó del estado de desconcierto en el que me encontraba mientras unas gotas diminutas empezaban a teñir el asfalto. Al torcer la primera esquina, doblé los papeles, los
guardé en la bolsa y pensé que me había ganado un café. Nadie se suicida, ni siquiera en un relato pésimo, de un
modo tan rocambolesco y estúpido, tenía razón.
Yo algunas veces también sueño que puedo ser polvo de estrellas, y a veces algo me angustia por ese viaje tan largo que me queda por recorrer.
ResponderEliminarGran relato. Un abrazo.
A veces los viajes son estupendos, otros son angustiosos y solo queda la esperanza de que todos acaban.
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