Los dioses se han marchado, nos queda la televisión.
Manuel Vázquez Montalván
Algunas tardes, en los días claros, subo a la azotea, saco una cajetilla de tabaco
del bolsillo y le doy vueltas. Juego con ella entre las manos mientras me
acomodo en la escalera de incendios. Fijo la vista en la línea del
horizonte, allí donde el mar se entremezcla con el cielo, e intento ver si de
verdad se puede ver, desde esta altura, la isla de Mallorca. Decía mi abuela,
que vivía cerca de las Atarazanas Reales, que si uno se empeñaba podía ver las islas
encaramándose en cualquier sitio un poco alto de la ciudad. Por entonces la única altura
considerable se conseguía pagando unas
cuantas pesetas que transportaban al paseante hasta la cúpula de
la estatua de Colón y, una vez allí, solo quedaba forzar la vista para alejarse del
rompeolas y mirar al infinito. Al final, como un puntito sobre una "i" se encontraba la isla. Nadie, ni siquiera previo pago, consiguió ver nada más allá de las cuatro golondrinas dando vueltas por el puerto,
algunas gaviotas sorteando las olas mansas de la dársena y algún que otro pesquero volviendo a casa.
Ayer tampoco se veía Mallorca. Unas cuantas gaviotas sobrevolaron
el terrado imponiendo su graznido sobre
el ruido de la ciudad. Al fondo, sólo un buen puñado de rascacielos que malhirieren la línea de la
costa. Más allá, la nada. Aun así, quedan las azoteas, las
cajetillas de tabaco, las escaleras de incendios y el rumor lejano de la
ciudad que para ensimismarse un rato, sin
perjudicarse en exceso, tampoco está tan mal.
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