El viento te hace libre. Los vientos y el sol te hacen grande. Entonces se terminó y Laski volvió a estar solo avanzando entre baches por la vieja carretera de curvas que cruzaba el bosque.
-El nadador en el mar secreto- William Kotzwinkle
No me lo puedo creer, cómo es posible que a esta hora llame
alguien por teléfono, digo sin esperar respuesta. Son las once y media y ya hace
un par de horas que los niños duermen. Se levanta con una rapidez que le
desconozco y desparece mientras coge la cajetilla de cigarrillos que hay sobre
la mesa del comedor. El “cosas de
trabajo” suena ya como una mala excusa que, por repetida, espera ser creída. Cierra la puerta del balcón y apenas escucho
el rumor de su voz apagada. Empiezo a contar porque sé que cuando llegue a cien
habrá colgado, vuelto a entrar en casa y se sentará a mirar el televisor como
si esa llamada no se hubiera producido nunca. Me voy al cuarto de baño,
necesito refrescarme un poco y que la rabia que me recorre el cuerpo no se note
demasiado. Son las once y media pasadas y alguien a quien ni siquiera soy capaz
de ponerle cara me está jodiendo la vida. Extiendo un poco de crema hidratante
sobre el escote y en el espejo encuentro
esas arrugas en la comisura de los labios que ayer no existían. Vuelvo al
comedor y allí ya no queda un alma, el televisor continua encendido, la
cajetilla de tabaco sobre la mesa y el aire tan cargado que necesitarías media
vida de entusiasmo para que volviera a ser respirable. Abro el frigorífico buscando la última cerveza
fría mientras pienso que el que venga detrás arree, como si fuera a venir
alguien. Bajo la paz aparente las sospechas lo corroen todo. Mi reserva
absoluta es quizá una cuestión de vanidad, lo mismo que el silencio con el que
cubro cualquier resquicio de duda y que ahoga el ronquido que llega del
dormitorio. No tengo ningún motivo para pensar que algo vaya a cambiar. Bebo el
último trago y enciendo el último cigarrillo.