¡Qué inasible es la vida!
Solo revela sus rasgos en el recuerdo de la inexistencia.
Adam Zagajewski
Cuando empezamos a caminar, se
colocó en la cabeza de la pequeña expedición que formábamos entre los
seis. Me había instalado justo detrás de aquel tipo desconocido,
nada más empezar el camino. La mochila me pesaba demasiado, pero no dije nada.
Tenía miedo, pero mirar como sus brazos se movían con el vaivén que marcaban
sus pies me tranquilizaba. Imaginé como aquellos brazos, en un momento de peligro, se podrían desprender de su cuerpo y me sostenerme en la caída infinita que amagaban los precipicios
que íbamos bordeando. Maldecí el momento en que decidí unirme a aquella
aventura, pero ahora ya era tarde, estaba allí y tenía que conseguir llegar al final sin morirme de terror. Cada paso
más era un paso menos, cada temblor pasado era una batalla ganada. Avanzamos poco o
poco y el silencio, roto por mi propia respiración atropellada, no conseguía calmarme.
No mires abajo, me dijo. Entorné los ojos y miré su espalda porque en en aquel momento, en aquel lugar, solo quería
ver su espalda, sus brazos y acabar el día sin terminar en el fondo de un
acantilado. Seguimos durante unas cuantas de horas y llegamos a la cima. Me
encontraba exhausta. El tacto de su mano sobre mi hombro, quemado por el sol,
me devolvió algo de vida. Quedaba un mundo por descender y en mí apenas
quedaban fuerzas. La línea del horizonte,
marcando el límite entre la vida y la muerte, invitaba a cerrar los ojos y
dejarse llevar. Pero allí arriba no podía abandonar la infinidad de cosas que aún me quedaban por
hacer. Me coloqué de nuevo la mochila y empezamos a descender. Con un suspiro
atrapé las primeras gotas de lluvia.