domingo, 22 de julio de 2018

LA CÁSCARA


Como no pudo acabar la frase, al ser interrumpido por el cura, 
ninguno de los presentes supo jamás lo que quería decir.

La puerta de los infiernos - Laurent Gaudé





Quedaron en la terraza de un hotel del centro, tenían cosas que contarse, cosas de esas que van pasando en la vida y que se capean como buenamente se pueden ir capeando. La última vez que se vieron habían cruzado la frontera de la juventud para entrar en la edad madura. En el haber del último año y medio traían un cáncer, dos divorcios y un novio famoso. Todo eso dividido entre cuatro, sumado a la gestión del día a día, no era poco. Lo mejor, como casi siempre, el novio famoso que acabó siendo un ex marido en el tiempo récord que se da entre el desfase de lo novedoso y la constatación de que los cuernos eran la esencia de aquel tipo obsesionado por ocultar una tendencia homosexual solo revelada al encontrarlo encamado con su entrenador personal. Un manojo de tópicos que ahora, seis meses después, provocó una sonora carcajada. No fue nada original, un fin de semana que ella tenía que viajar a Bilbao, un vuelo cancelado a última hora de la tarde, una entrada inesperada en casa, unas risas ahogadas y un revoltijo de piernas y brazos en su cama. Poco más. Hizo las maletas y en dos días volvía a estar en su apartamento de soltera, con el corazón como unas bragas rotas y la autoestima embadurnada en crema antiarrugas. ¿Qué se puede hacer frente a una situación así? Más bien poco. Como consuelo el pago durante un par de años de una renta de una cantidad de tres ceros para que ni una sola palabra saliera de su boca. No es que pensara hacerlo pero, puestos a tener que llevarse el corazón partido, al menos que fuera con algo en el bolsillo. No porque lo necesitara, ni que a él le supusiera un gran esfuerzo, pero fue una especie de compensación por el disgusto causado y una boca cosida a base de euros. Aquella tarde ella pagaría las copas a costa de aquel maricón que le había roto el corazón. Sus amigas, al unísono, afirmaron con la cabeza y entrechocaron sus vasos brindando por la eterna mezquindad mientras se ponían al día. 
El camarero se acercó con una segunda ronda. Una de ellas se revolvió sobre si misma y puso sobre la mesa lo que quería que hicieran cuando el bicho que la carcomía por dentro decidirá darle la boleta para el más allá. Los médicos creían que podía ser más pronto que tarde, aunque ella no lo tenía claro a la vista de que su cuerpo seguía funcionando y en aquel preciso instante, el tipo de la bandeja, le había humedecido la entrepierna. Pero aun así, si eran sus amigas, eran ellas quienes tendrían que fajarse con todo el lío que suponía morirse un poco y encima antes de hora. No quería dejar para última hora lo que podía ser algo inevitable a corto plazo. Se recostó y les expuso un plan perfecto. Incineración y cenizas en los jardines de Sabatini, unas copas en aquella tasca de los Austrias y punto final. Sería entonces cuando tendrían que demostrar su valentía y camaradería abonando los jardines más preciosos de Madrid. Eso era lo que quería. Les arrancó la promesa entre tragos y cigarrillos de vapor. 
Continuaron durante un par de horas más, ordenaron y desordenaron el mundo, sus vidas y sus expectativas de futuro, contándose historias que nunca sabrían si eran verdad o  si solo eran el producto de la necesidad de esconder la tristeza que las ahogaba por dentro, mientras de fondo escuchaban la risa de la gente que ocupaba las mesas más cercanas.