Nada saben, los hombres, de ella:
la fugitiva de los siglos.
Harold Alvarado Tenorio
Te tocas los brazos y notas la flacidez de los años, el
abandono, el cuerpo tierno que encierra afectos prohibidos que entregan y
reciben con fecha de caducidad tatuada en el centro del pecho. Le buscas con la
vista porque con las manos ya no puedes y ahí está, entre momentos de gloria y
momentos de mierda, sobreviviendo a la calima del verano, al frío del invierno
y a ese tedio por el que se arrastra desde que hace mil años entregó su alma al
diablo. Piensas en los te quiero que han quedado colgados en el aire como ropa
tendida, ropa que se orea al son de un saxofón que solo tú puedes escuchar, lo
mismo que esos te quiero que no tiene explicación alguna, que no tienen
justificación que los sostenga. El olor a almizcle, a sudor tibio y a
encuentros estrechos en mundos paralelos que un día establecisteis frente a
todos. Abres una cerveza fría y lanzas
la chapa al aire haciendo trampas al destino, si cae de cara bien, si queda bocarriba
peor. Mañana llegará y seguirás añorando ese instante estúpido en el que le
señalaste el cielo turbio de Madrid y le dijiste que ahí, entre la nada, se
encierra una vida entera.