¡Ah! Era demasiado hermoso, le sobraba belleza; y esa había sido la causa de todos sus problemas. Ningún hombre tenía derecho a aquellos ojos, aquellas pestañas y aquellos labios; resultaba peligroso.
Katherine Mansfield. Fiesta en el jardín
Se encontraron en el puerto, temprano, antes de que el sol saliera.
Al final del muelle una neblina espesa anunciaba otro día en el que la flota quedaría amarrada y la lonja cerrada a cal y canto. Comenzaron a caminar
siguiendo la línea del espigón, acomodando el paso a la lentitud de la mañana.
Llegaron al faro y se sentaron. Alguien tenía que decir la primera palabra y
ninguno de los dos parecía que fuera a hacerlo. Las rocas estaban frías y las
olas del mar enviaban pequeñas gotas de agua que desaparecían al estallar
contra el suelo. ¡Menuda situación!, pensó Luís. Seguían en silencio, como si uno esperara a
que fuera el otro el que empezara a despedirse, ninguno de los dos fuera a hacerlo nunca.
El mar embravecido le recordó
la furia que a veces, sin saber bien el porqué, la invadía por dentro. Demasiada
juventud, se repetía como excusa. Intentó seguir el contorno de los acantilados que se intuían
más allá de la bruma, buscando la palabra más adecuada, el tono más indicado
para decirle que solo quería marcharse con él, que la llevara lejos de todo
aquello, lejos de sí misma.
-Deberías ir pensando en cortarte el pelo, así no te querrán
en ningún sitio. En la ciudad, esas cosas las miran, le dijo.
- ¡Vaya! Pensé que te gustaba, contestó mientras se pasaba las
manos por el cabello.
La miró de reojo. Le intrigaba lo que pudiera estar pasando por
la cabeza de aquella mujer que, sentada a su lado, parecía andar más bien lejos
de la bahía. El graznido de las gaviotas se unió al silencio en un estruendo colosal. Sintió el tacto
tibio de sus dedos. La sirena de la fábrica anunció el turno de mañana pero allí, en ese momento, ya no importaba nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario