Te pregunta de qué
va todo esto y tú, tan perdida como tu interlocutor, solo puedes encogerte de
hombros, contestar que no tienes respuestas y poner buena cara para apuntalar una
despreocupación que no sientes. En el bolsillo guardas el temor a lo que no se toca,
a lo que no se ve, a lo que se va diluyendo con un azucarillo en un vaso de agua,
y lo aprietas hacia abajo para que no salga y que no se te nuble la vista. Pero
el desconcierto hurga y se coloca dentro y reconcome poco o poco, agujereando
la idea estúpida de que podemos controlarlo todo.
Respiras hondo y cierras
los ojos. Esperas que al abrirlos todo siga igual, que nada se mueva y que
cuando alargues la mano encuentres, al otro lado, una excusa para respirar,
para mantenerte a flote. Sabes que perder, a veces, es cosa de unos pocos segundos. Rebuscas, pero no encuentras la explicación al motivo por el que lo bueno se diluyen tan deprisa y lo malo se enquistan una eternidad. Y empiezas a echar de menos algunas cosas que hasta
ayer creías irrelevantes y todo, absolutamente todo, se transforma en una ausencia que abruma y que te convierte en un ser extraño que espera.
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