Me salto el confinamiento perimetral con un certificado de responsabilidad y unos cuantos papeles con los que poder dar explicaciones si es necesario. Me he levantado pronto porque temo que me paren, que vaya pasando el tiempo en comprobaciones tan reglamentarias como inútiles y que, a partir de ahí, el desastre vaya en aumento como una bola de nieve que se precipita pista abajo para reventar en cuanto llegue a la planicie. El tren va medio vacío. Ahora ya no se va a dónde uno quiere, sino a dónde a uno no le queda más remedio. Me siento junto a una ventana para distraerme durante el tiempo que dure el viaje. Vamos parejos a la línea del mar. A lo lejos, desdibujadas por la suciedad y el polvo, se ven las chimeneas de la central térmica. Me parecen tan extravagantes como inútiles. Hace años que la central fue desmantelada y alguien decidió que mantenerlas allí, afeando el perfil de la costa, era parte de la necesidad de una memoria que, en realidad, ya no interesa a nadie. Nada interesa a nadie. Los recuerdos viven en nuestra memoria, casi siempre tan selectiva como imperfecta. Agazapada siempre bajo el santo y seña de nuestra necesidad. El mar anda revuelto. Una vela lo surfea alejándose de mi vista y, al instante, deja de existir. Todo se perderá, absolutamente todo.
La Central Termica no se si es la de San Adrián, que era de la época de los años 70, estuve allí instalando nuevos sistemas de control, ya informáticos, creo que por los 90, y luego en el 2005, para poner otros sistemas de control más modernos , me encantaban esas chimeneas. Esa central quitó el frio a muchos catalanes, y es historia que se debería conservar, fue de las primeras de España.
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