Cuando llegué llovía un poco. Llené la habitación de gotas de agua, desde la puerta hasta el baño compartido. Un reguero de agua que, al mirarlo desde su cama, le humedeció los ojos. La vida sigue fuera, dijo. Me acerqué a la ventana, ofreciéndole la espalda y desde allí, escondiéndome de ella y de mí misma, le dije que sí, que la vida seguía ahí afuera y allí mismo también.
Ha pasado una semana. Entramos en la tercera semana del tercer ingreso y en la habitación, cuando llego, no hay nadie. Su compañera marchó el viernes y ella, mucho más delgada que el fin de semana pasado, está de viaje con el celador. Volverá cuando termine el turismo sanitario con el que cada cierto tiempo le desmadejan la rutina. No tengo nada que hacer, solo esperar. Y espero, y espero mucho, porque cada segundo que pasa se convierte en una carga pesada que hace que el reloj avance con una lentitud agónica. Fuera llueve, hoy también. Desde aquí, contemplando la lluvia caer, podría hablar de la sequía discontinua y de lo asombroso que resulta ver como cuatro gotas de agua devuelven algo de alegría a los parterres que rodean el edificio. Ayer tan pardos, hoy medianamente verdes. Saco el teléfono móvil y escribo en el buscador el nombre del viento que trae la suave brisa de la primavera. Céfiro. Lo pronuncio bajito, como si fuera un secreto. Vuelve medio dormida. Le toco la cara hinchada y caliente como una hogaza de pan recién hecho. Un día abriré esta ventana que alguien cegó para que nadie caiga en la tentación de perseguir la esperanza en que se convierte el velo de agua que queda entre las baldosas tras una lluvia que nadie espera. Y la abriré para que entre el aire y la primavera no pase de largo.
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