Larga vida a la oscuridad que habita en nosotros.
Encendí un Chesterfield mientras
miraba por la ventana. La cabeza empezó a darme vueltas y tuve que sentarme en
el sofá. El gato dio un respingo y continuó dormitando ovillando entre los
almohadones. Mi presencia no le incomodaba, como tampoco a mí la suya. Nos habíamos acostumbrado a convivir como indiferentes compañeros de piso, solo que en mi caso las
obligaciones para con él eran mayores: limpiarle la caja, darle de comer; y las
suyas, por el contrario, no pasaban de ignorarme y reclamar su ración de pienso diaria cuando lo
olvidaba. En
las últimas semanas, desde que se marchó, había estado actuando como un autómata y no es que me
molestara, al menos me permitía sobrevivir sin tener que planear nada por
anticipado. Las rutinas llenaban las horas, los días y vaciaban la cuenta corriente, aunque eso me importaba bastante poco. ¿Qué más podía pedir…? Tal vez que,
de vez en cuando, una mano mágica limpiara la pocilga en que se estaba
convirtiendo el apartamento, pero esta no era zona de milagros, sino todo lo
contrario, por eso las tazas sucias y la ropa revuelta se acumulaba por cualquier sitio. Abrí la ventana para que
corriera un poco el aire y que el mareo de la nicotina, y del ayuno impuesto por vagancia,
escamparan. En el frigorífico sólo
quedaba un paquete abierto de café y un cartón de leche tan antiguo que no se
leía la fecha de caducidad. Cerré la puerta, llené un vaso con agua del grifo y
me lo bebí para engañar al estómago. Me senté en la mesa de la cocina y empecé
a escribir. Me animé a medida que las letras iban avanzando. Si la cosa se daba
bien quizá incluso terminara pareciendo un poema que le colaría por debajo de
la puerta, al atardecer, para que lo encontrara al volver de trabajar. La imaginé
leyéndolo, el temblor del labio y la mirada empañada. Aunque puede que esas
reacciones, tan emotivas y propias de ella, ya no se dieran. Se había ido cargando su bolsa a la espalda, después de dejar
bien claro que lo mío era ser estúpido insensible y un pretencioso. Puede que tuviera
razón, y por eso ahora pensara en sus temblores, en su mirada perdida y en la nevera vacía. El gato empezó a maullar, pero
en la cocina ya no quedaba nada, ni una triste lata de pienso.
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