“Yo
creo que la vida está dividida en lo horrible y lo miserable. En esas dos
categorías. Y lo horrible son los enfermos incurables, los ciegos, los
lisiados... No sé cómo pueden soportar la vida, me parece asombroso. Y los
miserables somos todos los demás. Así que al pasar por la vida deberíamos dar
gracias por ser miserables".
Annie Hall
Decides
que las procesiones y los pocos días de fiesta que te regalan esta semana, santa para
algunos, los dedicarás a estar en tu casa, a poner orden a todo aquello que se
va acumulando en pilas que convierten las dos estancias de las que dispones en
un auténtico bazar. Y mientras ordenas, haces por ver a los amigos que como tú han decidido que el mejor descanso es dejar el coche aparcado en el garaje y no
hacer más kilómetros que los que marcan el perímetro de la ciudad. A veces, el
tomar distancias es una postura mental que no requiere más que colocarse dónde uno quiere y alejarse, también mentalmente, de todo aquello que aburre,
incomoda, angustia o, ¿por qué no?, torpedea el ánimo.
Estos
días la ciudad está tomada por los turistas y uno se siente un poco extranjero en su propia casa. El tiempo no acompaña, pero los recién llegados son
inasequibles al desaliento y los atisbas subidos en los autobuses turísticos
descapotados, soportando una ventolera más que desapacible, y agradeces no ser
tú quien anda dando tumbos de norte a sur y de este a oeste de cualquier sitio que no sea el salón de tu casa.
—
¿Quieres que bajemos al puerto?
La pregunta queda suspendida en el
aire porque ataca la sordera selectiva y nos hacemos los suecos cuando el plan
no interesa, es costumbre de la casa. El café con leche se enfría sobre la encimera mientras lee los artículos del periódico
de hace par de días. Desde el jueves, aquí, no hay ni un quiosco abierto.
— ¿Cuándo abre Cristóbal? En este
barrio no hay quien compre un triste diario.
—Supongo que cuando terminen las
procesiones de su pueblo.
Nos acercamos al mercado. Un kilo de
manzanas reineta y una base de hojaldre, una botella de verdejo, medio kilo de mejillones de roca, dos lubinas,
y unos cuantos buñuelos de bacalao porque, aunque andamos empatados en aquello
de las creencias y de la fe, culinariamente hablando somos como una ONU que se
respeta y firma tratados aunque soto voce se cuele algo de jamón o de queso de oveja. Helado de vainilla para mí, palo de trufa para ti.
Y mientras pasan las horas entre de
música que escogemos por turnos, cerramos una sesión de cine, sin palomitas, de
las que no le gustan a él pero me chiflan a mí; y una cena para seis que
improvisaremos con lo que queda en la nevera y las muchas ganas de quedarse en
casa rascándose la barriga sin tener que cumplir ni un solo horario.
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