No me importa que un político no sepa hablar, lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla.
Manuel Azaña
Tras el segundo debate de
investidura y después de escuchar a algunos que dicen que nos representan, solo
porque el juego de una mal traída Ley Electoral les dio un escaño en el
Parlamento, las ganas de emigrar en busca de pagos más amables, más cuerdos, se incrementan por momentos. Un poco de atención a las intervenciones y se
advierte como, sin fisuras, la decadencia va ganando terreno. Poco a poco la
falta de educación, de respeto, de tolerancia, y de ganas de trabajar por el
bien común van ganando la partida en pro de una poltrona desde la que comer
caliente. No hay día que no se presente tosco. Empezamos a desbordarnos por
todo ello y a uno se le quitan las ganas de seguir discutiendo de según qué
cosas con según qué personas. La amabilidad se la tragó el desagüe, la primera
alcantarilla, a la que empujamos la necesidad de entendernos. Y nos hemos polarizado tanto que encontrar puntos
comunes, intersecciones en las que darnos la mano es algo del pasado. Corren ríos
de insultos, de vejaciones continuadas disfrazadas de nuevas formas, pero es
solo el sectarismo malintencionado vestido con los ropajes de una falsa
progresía que va avanzando a pasos agigantados sin poder ocultar la caspa que
les cubre los hombros. Necesitamos un cambio, pero no así. Los políticos han
dejado de gustarnos, pero en realidad hemos dejado de gustarnos a nosotros
mismos. Es hora de reflexionar, quizá buscando un banco alejando de tanto
griterío estéril y buscar la sombra de un chopo, o tal vez de un álamo de los que se van
muriendo en nuestros pueblos, en nuestras ciudades. Puede que desde allí, a su
buena sombra y lejos de la escandalera de las mentiras interesadas y las
verdades a medias, contemplemos con vergüenza la roña que nos rodea como mugrientos envoltorios
de comida rápida, abandonados tras dos dentelladas ansiosas, y empiece a molestarnos; y aprendamos que la vida social no puede dejarse en manos de cualquiera que le ponga luces de colores y que la
fagocite para devolvérnosla en forma de un vómito que apesta y que, si no se retira a tiempo, porque por sí solo no desaparece, se pudre entre los pies hasta convertirlos en una pura llaga.
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