El miedo es mal maestro para dar lecciones de virtud.
Plinio
Al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, después de que una vez más quedara patente
que el ser humano es el elemento más mortífero con el que debe enfrentarse,
fueron muchas las instituciones internacionales que se animaron a legislar para
intentar evitar que aquel horror, aquel baño de sangre inhumano que recorrió
el globo de punta a punta, se volviera a
suceder. El ser humano debería estar por encima de cualquier ideología y locura
que pueda pasar por la cabeza a cualquiera. Pero no hay Convención, ni Tratado,
por muy ratificado que éste, que no pueda ser guardado en un cajón y enterrado
bajo el sollozo de las personas que sufren los envites de guerras y desastres
que nunca buscaron. Durante años, Europa se cubrió de sangre y sal. Sal de los millones
de lágrimas vertidas, que no sirvieron
para nada y que se perdieron entre los surcos de la vida. El humo de los hornos
crematorios nos escandalizan ahora, con la boca pequeña y porque nos parece
lejano, cosa de locos que no pueden suceder en una sociedad avanzada. Pero no
escandalizó entonces y posiblemente
tampoco lo hiciera ahora, y no es una barbaridad afirmarlo porque no hay Gobierno,
Estado, que pueda llevar a cabo tal barbaridad sin que la gente la consienta,
en ocasiones, incluso a través de un silencio más que cómplice.
Pero
no aprendemos nada, por eso las víctimas
de los horrores solo nos conmueven cuando se encuentran lejos de casa y las
vemos a través de una pantalla. Por eso la cuestión de los refugiados que están
llegando a Europa, huyendo de la miseria, de la muerte, la desesperación y de
la guerra, no interesan a nadie, o a casi nadie. Las soluciones a los
movimientos migratorios originados por la barbarie humana no tienen fácil solución
y requieren de intervenciones no solo allá donde llegan sino también en sus países
de origen, pero desde luego por donde no pasa es por abandonar a esta gente (que huye del terror en busca de un futuro de esperanza para ellos y para sus
hijos), a su suerte, a una deriva indefinida y sin un mañana de posibilidades.
Nadie se va de su casa, deja a su familia, su vida en definitiva, por el gusto de malvivir y dejarse el resuello
sin saber si su próximo destino será una caja de madera en una fosa común.
La
suscripción en el día de ayer del acuerdo de la Unión Europea con Turquía
contraviene no solo la Convención del Refugiado, el Convenio Europeo de Derechos humanos, sino también la Declaración Universal
de Derechos Humanos, digan lo que digan los líderes de esta pacata Unión. Europa suelta unos euros a Turquía, una nación
que no es ni siquiera capaz de garantizar los derechos de sus conciudadanos, para aliviar su mala conciencia y su falta de vocación
solidaria, como hacían aquellos nuevos
ricos que soltaban la limosna al pobre que se apostaba en la puerta de la
iglesia.
El
acuerdo al que se ha llegado es absolutamente vergonzoso y denigrante. Los niños
muertos en las playas, los que arrastran
los pies entre enormes barrizales de los campos de la vergüenza, las madre que
lloran impotentes de desesperación no son nada, un entretenimiento en tecnicolor con el que la
enferma sociedad europea se remueve en
el sofá esperando que empiece la película de la noche.
Pero ellos somos nosotros, y nosotros somos
ellos, por eso es absolutamente inaceptable lo que está pasando con todos ellos, y nosotros no deberíamos consentirlo. Quedarnos con las manos cruzadas es una
verdadera ignominia contra ellos, contra nosotros mismos.
Una reflexión medida, certera y contundente. Suscribo. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias. Un abrazo.
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