miércoles, 7 de septiembre de 2016

GUARDAR EL SECRETO


Hiciera lo que hiciera ahora, le parecía que siempre 
llegaría demasiado tarde. Podía correr cien años 
y seguiría llegando justo cuando las puertas se cerraban.
Paul Auster




Encuentro en la impresora un bueno montón de papel. Alguien lo debe haber olvidado, cosa poco probable, o la máquina, a traición y abusando de la nocturnidad, lo ha ido dejando ir después de que quedara en cola para desesperación de quien sea. Comienzo a leer. Paso las hojas sin ninguna prisa, puedo entretenerme sin tropezarme con nadie, es pronto. Pero empieza a invadirme la sensación de estar haciendo algo malo, como si estuviera revolviendo los cajones de otro. Así que paro y ordeno los folios golpeando sobre el costado del mostrador. Me abanico un poco con el comienzo de lo que es un relato más que bueno. Descubrir que entre los de tu alrededor, y sin saber quién, oculta una vocación literaria, tiene su gracia. Pero sé que no debo seguir, leer las cosas de quien no las ha hecho públicas, y sin que ese lo sepa, me puede. La educación judeocristiana de la culpa me acompañará toda la vida junto a un cierto pudor por lo ajeno. No lo puedo evitar, como tampoco puedo imaginar de quién puede ser el relato. Y mientras me avento con el montoncito de hojas, dudo entre  dejarlo sobre el mostrador o incluso en la boca de la propia impresora. Al final, aunque lo que hay escrito es bueno, francamente bueno, creo que es mejor pasarlo por la trituradora de papel. No creo causar ningún estropicio, seguro que quien imprimió dispondrá del archivo y, con toda seguridad, preferirá, como me ocurre a mí con las cosas que son mías, que lo suyo siga siendo suyo mientras él o ella así lo quiera. Pero hay algo que ya no tiene vuelta atrás, cada vez que me cruce con cualquiera de los que imprimen por la máquina en cuestión, la curiosidad me matará mil.









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