Y te das cuenta de que todos los escaparates
brillantes, todas las modelos de los catálogos, todos los colores, las ofertas,
las recetas, Martha Stewart, el Día de Acción de Gracias, las películas de
Julia Roberts, las montañas de comida grasienta, intentan alejarnos de la
muerte. Sin conseguirlo (…). Nadie piensa en la muerte en un supermercado.”
Mi vida sin mí -Isabel Coixet-
Existe un tipo de personas que
son capaces de llevar una vida sin molestar a nadie, y el día que se van alguien dice aquello de “se
fue como vivió, sin hacer ruido”. Vivir de esa manera, con la férrea voluntad
de hacerlo bajo la discreción del que rehúye de la notoriedad, incluso en lo cotidiano, no debe de ser
sencillo. Decidir el modo en que uno vive su propia vida a veces forma parte de
una lotería en la que no siempre sacas el boleto esperado, pero aun así,
siempre cabe la posibilidad de que alguna pedrea permita modelarla a voluntad. Pero con lo que no cabe demasiada preparación, ni capacidad de
decisión, es con el momento del final. Vivimos como podemos, a veces incluso
como queremos, pero casi siempre alejados del momento de nuestra propia
desaparición. La duda se mece en la incertidumbre del saber si quien te da carrete
es la vida o es la propia muerte. Y le damos la espalda a nuestra propia
incertidumbre, sin querer reconocer que ahí están, una junto a la otra, como las dos caras de la misma moneda. Los
hilos que nos manejan, que nos enredan, parecen alejarnos del final cuando en realidad nos acercan a él, manteniéndonos en un engaño poco lúcido al que no queremos
renunciar. Con la vida hacemos lo que
podemos, con la muerte, agazapada tras una existencia que nos la esconde con
la torpeza del que se quiere sordo, ciego y mudo, no podemos hacer nada salvo
esperar, al menos en mi caso, que sea sin hacer ruido, sin molestar a nadie y con la cama bien hecha.
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