domingo, 5 de febrero de 2012

Y ES QUE TODO ME ATURDE *


 "...Es tu cuerpo, el latido de tu cuerpo, tan cerca de su centro que la vida lo aturde..."

Buceando en la inmensa pecera, buscando una traducción de los poemas de Charles Simic, lo encontré.  No pude evitar hacerlo mío. Sólo espero que Jordi Doce me perdone y entienda que todo me aturde.

Al hilo de la siesta las callejas se adensan
en un silencio impenetrable; es entonces
cuando, en este verano solícito, la luz
ensaya su apariencia más palpable
y gravita tenaz sobre el asfalto,
confirma las virtudes del sosiego.
Crecen en esta hora extrañas formas
de la belleza: el fardo demudado del aire,
la quietud de metal de las ramas, la terca
grisalla de estos muros que la hierba puntea.
Miro el conjunto con desgana
desde el abrigo fiel de nuestro cuarto
y me miro igualmente a su través:
apenas una sombra en el cristal,
un súbito estremecimiento,
este molino en la cabeza
que me recuerda el tiempo transcurrido.
Tendida entre las sábanas, casi desnuda,
te desperezas vacilante,
con gestos tan fingidos que tú misma sonríes.
Tomo conciencia entonces de mi cuerpo
y me aguija esta rara semejanza
con las cosas que ahora nos rodean:
así las calles o mi cuerpo, tanto da,
la gris materia inerte
a manos de la luz o de tus manos,
lo que espera a vivir, y a vivir con violencia,
en el seguro pálpito que envuelve y enardece.

*Jordi Doce

Chet Baker - My funny Valentine

FRACASAR


He tomado conciencia de una especie de vicio, manía, que, con el tiempo, ha tomado unas dimensiones espectaculares. Y lo he hecho porque ahora mismo tengo sobre la mesa unos cincuenta cuadernillos de distintos hoteles del mundo. Cuento cincuenta pero estoy segura que si sigo buscando entre los estantes, acabaré encontrando bastantes más.
Existen personas que cuando se alojan en un hotel atracan el baño y cargan con botellines de jabón, gorros de baño y cepillos de dientes imposibles. Nunca ha sido mi caso, bueno, no es cierto, lo he hecho cuando viajo donde acceder a jabón y dentífrico es casi un lujo. En esos casos sí que arramblo con todo lo que encuentro en el baño. No pasan más de un par de horas hasta que lo coloco todo. En algunos lugares, esos botecitos, o sobres, en muchos casos son un bien preciado, pero no aquí, ni en París, ni en Miami, ni en Praga. Desvalijar el baño de un hotel en Madrid, Biarritz o Palma de Mallorca me parece muy cutre, mucho.

Lo mío, es otra cosa. Y no lo puedo evitar. No hay hotel por el que pase por el  que no termine llevándome ese pequeño montoncito de hojas engomadas. Y tiene una explicación, que no excusa, siempre encuentro un motivo para anotar algo y me produce un enorme fastidio no tener papel a mano. He descubierto que la ansiedad por anotar crece cuando intento conciliar el sueño en cama extraña, y alcanza grados insospechados mientras me desplazo desde el hotel  hasta el aeropuerto, estación de tren, que toque. 

Necesito el papel. Y es una necesidad real, o puede que no lo sea tanto, y yo misma haya acabado creando una costumbre a lo Pavlov. Llego a un hotel y siento necesidad de dejar por escrito miles de cosas. Tengo los libros, esos que viajan conmigo, llenos de anotaciones en pequeñas hojitas de papel con membretes de lo más variopintos. Curiosidades que veo, cartas que nunca envío.

Acabo de colocar todos los cuadernitos en un montón. Ocupan francamente poco. La explicación es sencilla, la mitad de las hojas cayeron por el camino como una metáfora de algunas cosas. Decido hacer propósito de enmienda, y acabar con el vicio de las notas en cuadernillo de hotel, de escribir cartas que no envío, de hacer listas de propósitos que no llevo a cabo.

Fracasaré, lo sé. 

viernes, 3 de febrero de 2012

SOLO ES EL VIENTO


En una ocasión, alguien me dijo que debía protegerme del frio. No del que viene de fuera, sino del que viene de dentro, de ese que se te instala, te atrapa y poco a poco te adormece hasta convertirte en alguien muy distinto a quien eras. Comprendí muy bien a lo que se refería, pese a la dificultad de entenderme en una lengua que nunca me fue propia.

Con el tiempo, volví a pensar en ello, en la necesidad de protegerse del frio, del que viene de dentro. Y pensé que eso significaba que, en ocasiones, debemos protegernos de nosotros mismos.   

Esta tarde, dando una vuelta por una librería de lance, he encontrado un libro de leyendas escandinavas. Y puede que fuera por el frio que viene de fuera, ese que nos acompaña desde hace un par de días, pero me ha parecido que encontrar ese volumen, un poco raro, era una señal. Pago y me lo llevo.

Las aceras están vacías, el aire frío, el que viene de fuera, las barre desde hace horas. Entro en el primer café que encuentro y mientras miro el reloj, gozo de dos horas de libertad condicional que nadie perturbará si no quiero. Y no lo quiero, así que apago el teléfono y antes de que me puedan los remordimientos, abro el libro.

Existe una leyenda que dice que cada vez que alguien desaparece, una corriente de aire frío recorre las calles por las que en su día caminó. Dicen que, con lo tiempo, esa corriente remite y se agazapa detrás de las piedras hasta desavanecerse. Es el día que esa corriente cesa cuando esa persona, desaparece definitivamente.

Remuevo el café mientras miro el teclado de mi teléfono. ¿Y si ese frío que a veces sentimos tuviera algo que ver con ese desvanecimiento? Puede que deba saberlo. Y puede que deba contarle que algunas cosas son universales. Pero puede que no sea yo quien deba contárselas.

Son las ocho, y mi café sigue en la taza, frío. Mientras camino de vuelta a casa, el aire lo golpea todo con furia y no puedo evitar pensar que este mismo viento que me despeina es su resistencia feroz a desaparecer, y que el frio que siento es la tremenda obstinación de una obsesión que a veces va por libre y me gira la vida.



Patricia Barber - Orpheus / Sonnet

jueves, 2 de febrero de 2012

NI TODOS ANGELES, NI TODOS DIABLOS


Mi padre, una figura de autoridad. Mientras fuimos pequeños obecedíamos sin chistar. Un hombre en apariencia tranquilo, firme, sin estridencias que había aparcado para otro momento (uno que no llegó nunca) su verdadera vocación, para que los que dependíamos de él salieramos adelante. Un hombre serio, un hombre callado. Jamás una voz por encima de la otra, ni un gesto de fuerza. Obedecíamos sin discusión. 
Al ir creciendo teníamos tres alternativas: seguir obedeciendo unas normas que el paso del tiempo había instaurado como usos de la familia, aparentar obedecer sin hacerlo, cuestionar y negociar. 

Empecé a cuestionarle muy pronto y desde entonces comencé a negociar. Las negociaciones duraron años. Con el tiempo he comprendido que era lo que le divertía. Negocié, en mi adolescencia, normas impuestas que, entonces no entendía, provenían del temor a que algo terrible nos pudiera ocurrir; negocié en mi primera edad adulta cuando mi sentido de la independencia me impedia sujetarme a algunas costumbres que se habían quedado caducas y  negocié para obtener mis propias parcelas de poder. Negociamos y negociamos, jugando al ratón y al gato. El enfrentamiento directo, sin negociación, sin puesta sobre la mesa de alternativas, sólo daba lugar a cerrarse en banda, por uno y otro lado.
Muy pronto dejé de obedecer. Negociamos mucho, de todo. Pasé a cumplir pactos y él también. Así fue durante años, incluso cuando ya no vivía en casa.
Los que me precedieron creen que esa manera de  tratarnos se sostenía bajo el parametro del hijo predilecto. No es cierto, no lo era (el que se llevaba ese galardón era el que más disgustos le dió toda su vida. Suele ser así). Creo que en realidad fue más sencillo. En lo externo, soy como mi madre. En lo interno, soy como mi padre.

Negociamos hasta poco antes de fallecer (tú arreglas tus papeles y yo haré que se cumplan sin problemas; tú sigues el tratamiento y yo me afeito la cabeza; yo te hago caso y no me afeito la cabeza y tú vuelves a reanudar el tratamiento; tú vuelves a dibujar y yo no se lo digo a nadie). Cuando apenas le quedaba aliento, dejé de negociar y volví a obedecerle. No sé si me equivoqué y debí negociar. No lo hice, le obedecí a ciegas, sin cuestionarle. Creo que él lo quiso así. Por eso hoy no tengo un lugar donde ir a discutirle nada y cuando quiero encontrarle o tener un punto de referencia sólo puedo mirar al Mediterráneo.

SHUI

Shui me indicó, con gestos delicados, que debía caminar por encima del estrecho montículo que bordeaba el sembrado, procurando no pisarlo. Seguí sus instrucciones e intenté avanzar caminando poco a poco, colocando primero un pié, luego el otro y así, una y otra vez, intentado ajustar la bota a la estrechez del terraplén. 

Mantener el equilibrio no era sencillo, por eso aleteaba los brazos para sostenerme y no besar la tierra esponjosa.
Unas botas enormes, la falta de costumbre y el barro que se fundía en mis suelas, convertían cada paso en un malabarismo preciso que no conseguía realizar con una mínima elegancia. Provoqué las risas de los que, desde el otro lado del camino, observaban mis torpes intentos por avanzar imitando la destreza de Shui.

Una risa contagiosa me llevó al arrozal y allí, rodeada de diminutas espigas, hundí las manos en el agua cenagosa, y sentí que más allá de lo evidente, de lo efímero de algunas cosas, de la torpeza con la que me movía, era capaz de sentir que mi existencia cobraba sentido.