La tristeza
inexpresiva abrió sus dos ojos enormes.
El florero al despertar del cristal arrojó las flores.
El florero al despertar del cristal arrojó las flores.
No sé si es demasiado apropiado clasificar
los libros, su lectura, en función de las estaciones del año, como si algunos
libros debieran leerse en invierno y jamás en un julio angosto y caluroso. Y aunque sé que más de uno y más de dos se
llevarían las manos a la cabeza si conocieran este modo de repartir mis
lecturas, en función de la meteorología, en mi caso, no son pocas veces que lo
hago así. Por eso, por esta conocida
manía que tengo, que en pleno mes de agosto me encuentre releyendo “La aguja
dorada” de Montserrat Roig (*), un libro espléndido que habla de Rusia en general y
del sitio de Leningrado en particular, no ha dejado de causar, incluso a mí
misma, cierta sorpresa. Pero el escenario, el mío
personal, lo acompaña. Cierto recogimiento pese al calor, el estado mundial de
ruina humana generalizado y un cierto desfallecimiento circunstancial, no han
hecho más que abonar el terreno para agarrarme a lo ya conocido, a leer, nuevamente, sobre el
sitio de Leningrado y, en consecuencia, sobre la maldad humana. ¿Qué clase de seres son capaces de asediar a los suyos
hasta matarlos de hambre, de reventarlos por dentro y por fuera? Sólo el hombre. Somos la única especie capaz de convertir a nuestros congéneres en infrahombres. Son estas situaciones las que me convencen, cada vez más, de la maldad del hombre en lo general y de
la grandeza del ser humano en lo particular. Algo que parece incompatible pero que no lo es en absoluto.
El sitio de Leningrado por el ejército
alemán duro aproximadamente novecientos días. Durante todo aquel tiempo no dejaron de bombardear la ciudad ni un
solo día. Ayudados por los finlandeses, los alemanes cortaron todo acceso a la ciudad, con la finalidad de matar a la población de hambre. Era el modo más económico que los alemanes encontraron para reducir la resistencia rusa. Cientos de miles de personas murieron en los tres años que duro la infamia,
cientos de miles quedaron sepultados bajo la nieve del invierno hasta que, al llegar el deshielo en primavera, pudieron ser enterrados en las fosas comunes que invadieron la ciudad.
Aquello empezó en el año 1941 y finalizó en 1944.
En uno de los fragmentos del
libro, la escritora relata como quiso entrevistar a Boris Kostiurin, uno de los ingenieros
civiles que, en los días del sitio, se dejaba la vida construyendo vías en lo
que llamaba “la carretera de la vida” para que los alimentos pudieran llegar a
una población ya desfallecida y casi desahuciada y, por otro lado, permitieran ir evacuando a la población. Kostiurin se encargaba de construir puentes que enlazara
el tren con los barcos que llegaban a las poblaciones cercanas y que debían permitir que, circulando por encima de los lagos helados, los camiones transportaran las reservas de harina que debían mantener con vida a los sitiados en Leningrado.
Sin embargo, la escritora no consiguió arrancarle una sola palabra sobre la
guerra, ni del hecho de guardar un par de condecoraciones que se había ganado
durante el sitio. Y nada tuvo que ver en esta negativa a hablar de todo aquello el hecho que, en el momento de la fallida entrevista, el ingeniero sufriera las severas consecuencias de dos grandes embolias. Fue la necesidad de no volver sobre un pasado negro que le marcó de por vida. Kostiurin no es más que una muestra de los muchos que vivieron aquel
infierno. En los días del sitio, mientras trabajaba en uno de los improvisados muelles que se construían entonces, había presenciado el bombardeo de un barco que llevaba las tres cruces rojas que
indicaba el transporte de niños y civiles. Mientras el barco se encontraba
zarpando, a pocos metros del muelle, los cazas alemanes lo bombardearon. La
sangre de los niños, de las personas que viajaban escapando de la hambruna y de una muerte probable, se
mezclaba con la harina que se transportaba en el barco y que debía alimentar a los muchos que quedaban en Leningrado. Dicen que
algunos niños intentaron alcanzar la orilla, pese al agua helada y al
agotamiento físico, pero los cazas les dispararon hasta que se hundieron en las
heladas aguas rusas. Casi ninguno de aquellos niños sobrevivió. Todo aquello quedó clavado en el corazón del ingeniero, y jamás mostró ni una sola de
sus condecoraciones, ni siquiera cuando su vida ya llegaba al final.
Terminado el libro de nuevo,
mirando las noticias de la televisión sobre la guerra entre Israel y Gaza,
sobre el desarrollo de la misma, no puedo dejar de pensar que no hemos
aprendido absolutamente nada. Pero nada de nada. Y no es una cuestión de
política sino de humanidad. Para la maldad no hay estaciones
del año, eso está claro.
(*) La aguja dorada hace referencia a la aguja dorada, rematada por una veleta de oro en forma de
pequeño barco, que se encuentra en el Almirantazgo
de San Petersburgo, que fue
la sede de la Escuela de Almirantes Imperiales Rusos. Está situado en el
extremo occidental de la avenida Nevski, es uno de los monumentos más famosos de la ciudad.
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