«Los hijos a veces pueden ser ángeles para el conocimiento de uno mismo
y otras veces son las peores personas del mundo».
Que los padres y los hijos tengan conflictos generacionales es algo
admitido por todo el mundo y cuando pensamos en ellos, cuando nos dolemos de lo
duros que son, siempre pensamos en la adolescencia por la que todos pasamos.
Transcurrido ese momento atroz pensamos que la normalidad vuelve a encauzar las
relaciones, los hijos entendemos a los padres y éstos, en la dinámica de
comprenderlo todo, siguen entendiéndonos (o haciéndolo ver) mientras vivamos.
Pero hay un momento peor que la adolescencia rebelde y revolucionada, sí. El
peor momento es aquel que nace cuando tus padres llegan a la vejez y los
papeles, sin que lo quieras, se invierten. Los que siempre te cuidaron, te
atendieron, precisan que estés pendientes de ellos, que seas tú quien les
cuides, sin ahogarlos.
Hace unos días tuve un serio conflicto con mi madre. La cosa se puso
peor que mal. Los acontecimientos no acompañan, tampoco esa especie de
pasotismo que la edad le ha dado a ella, ni por supuesto un exceso de rigidez
por mi parte, agravado por cansancio en cuestiones que nada tienen que ver con
ella. De un tiempo a esta parte, las cuestiones económico-domésticas empiezan a
convertirse en algo que, de vez en cuando se le va de las manos. De poco sirven
las mil artimañas para que funcione con cierta autonomía. A la que se le relaja
la supervisión, su vida se convierte en un puro caos y éste, como una bola
gigantesca de nieve, convierte el resto de sus cosas en un verdadero desastre.
Tomar las riendas de quien en su momento llevaba las tuyas no es nada
agradable, es una obligación que nos convierte en unos seres hoscos y mandones.
Imponer normas a mi madre, a estas altura de su vida, cuando su estado de salud
no es malo, solo es una señora de edad avanzada que pasa de todo y de todos,
pero que mantiene intactas sus facultades mentales, es algo así como intentar
poner cercas al campo. Así que andábamos de morros y delegué en otros para
evitar tener que seguir tragando veneno. Un veneno que sé que no es justo ni
para ella, ni por supuesto para mí.
Ayer noche, después de mi caminata anti-infarto de prescripción
facultativa y sin descolgar el teléfono para marcar su número desde hacía más
de una semana, me puse a ver la película Nebraska de Alexander
Paine. Los protagonistas, un padre y un hijo. El primero, un alcohólico
entrado en años y con claros síntomas de demencia que recibe una carta en la
que le comunican que le ha tocado un premio, un truco de marketing que el padre
no comprende que no es más que eso, una publicidad engañosa. Obsesionado con el
dinero que cree que ha ganado, intentar emprender el viaje para recogerlo. La
familia, en concreto uno de sus hijos, intenta detenerle hasta que ve que es
imposible, la fijación con el premio le lleva una y otra vez a emprender la
caminata a lo largo de la autopista que va de Montana a Nebraska. El hijo,
preocupado por el cariz que va tomando la situación, decide acompañarle para
que así este se convenza de que el premio no existe. Durante el camino, la
relación entre el padre y el hijo rota desde hace años, evolucionará hasta que
poco a poco se irá recuperando el vínculo perdido.
Nada me vino más a huevo para volver a replantearme lo difícil que es,
a veces, hacer de hijos de nuestros padres y lo mucho que me pesa, al menos a
mí, mantenerme en el disgusto familiar. Alguien tenía que dar un paso adelante.
La vida también eses eso.
Esta mañana, he llegado tarde a trabajar. La he
telefoneado, le he dado una excusa estúpida como pocas, y nos hemos ido a
desayunar. He sacado el tema que nos llevo al conflicto pero mi madre, que es
la madre que me parió, ha puesto el automático y ha decidido que el tema no iba
con ella. Así que se ha tomado su tostada y su café con leche mientras
me ponía al día del estado de media familia e ignoraba cualquier otra cuestión
que no fuera esa, y la que suscribe, ha decidido hacer borrón y cuenta nueva. A
veces, luchar contracorriente es difícil, mucho. Ríanse de la adolescencia.
es genial que los viejecitos esten bien de ahí
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