«La vida es el tiempo que hace. Son las comidas. Los almuerzos en un mantel azul
a cuadros sobre el cual hay sal vertida. El olor de tabaco. Queso brie,
manzanas amarillas, cuchillos con mangos de madera.»
James Salter
Europa en boca de todo el mundo y
aquel café del que habla Steiner tiembla por las apreturas de una civilización
que de civilizada tiene poco. La esencia de la democracia, la esencia de los
Derechos Fundamentales todo mezclado con un whisky on the rocks de garrafón con
tendencia a generar una colosal resaca colectiva. Harta de la imbecilidad,
puede que incluso de la mía propia, me aparto de seguir los debates abiertos en
las redes sociales. Mi paciencia, desgastada, no da para más y cierro de
portazo, hasta que me lo pida el cuerpo, para ponerme a pasmar por mi mundo menudo, a riesgo de que un
cataclismo europeo me envíe a mí y a mis compañeros al guano.
Hoy, mañana. Momento histórico del
que salgo corriendo. Sospecho que esta escapada hacía adelante, producto del
hartazgo, solo ahondará más en la distancia adoptada respecto de muchas otras
cosas. Huyo de la prensa, de la televisión y huyo de los bienaventurados que
pontifican sin tener ni idea de nada y que, sin rubor, sientan cátedras tan
huecas como el ojo de un tuerto.
Quizá este sea el momento ideal
para plantar una sombrilla en mitad de las Islas Feroe (aunque el sol apenas
aparezca por ahí), o en la misma Sala de juntas (por aquello del absentismo laboral) deslizarse en una hamaca mullida, rescatar un ejemplar de cualquier
novela de Salter y olvidarse de necios y torreznos mientras el hombre o la mujer de tu vida te rasca la espalda, esperando que el mundo
explote de pura estupidez.
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