A veces me pregunto si los suicidios no son de hecho
guardianes tristes del sentido de la vida.
Vaclav Havel
Había estado lloviendo toda la
noche. Al amanecer los separaron, los hombres a un lado y las mujeres al otro.
Los niños quedaron dentro del edificio. Desde fuera, se podía oír el llanto de
los más pequeños. Nada podían hacer. En el patio la actividad era feroz y el
ruido amartillado de la reconstrucción del puente que unía las dos orillas del
pueblo, ocultaba las respiraciones
entrecortadas que se escapaban de las dos filas que miraban cada una de ellas a
una pared distinta. Les entregaron unas palas y caminaron despacio. Les azuzaron
con golpes para que no dejaran cavaran. Un
viejo cayó de rodillas y ya no se levantó, una culata se encargó de abrirle la
cabeza en dos. Cavar sin parar. Dos horas después, a sus pies, quedó una
fosa tan larga como la fila que habían formado. Fue el miedo, y no la voluntad, la que consiguió no desarmarla. El tiempo aguantaría poco y nadie quería más agua. A mediodía, el sol seguía oculto. Por la
cara de ellos corría el sudor y el barro, por la de ellas las lágrimas, y por las de ambos
un miedo tan antiguo como la humanidad. Los colocaron, uno a uno, frente al agujero
y, uno a uno, sin ninguna conmiseración, fueron recibiendo un disparo en la nuca.
Aquel agujero se fue llenando de cuerpos desmadejados, siguiendo el orden mortal
de una fila que se había formado horas antes. La precisión de la muerte no dejó
ni un solo cuerpo a la vista. Entre el terror y la arcada aquellas mujeres,
siguiendo el orden de su propia fila y con las palas que la aguardaban clavadas
en el montículo fangoso, enterraron a
sus hombres, sin saber que el más grande
de los horrores les esperaba tras las
puertas del edificio en el que, ahora ya, reinaba un silencio absoluto.
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