La existencia no es
más que un episodio de la nada.
Arthur Schopenhauer
Si le miraba bien, siempre
acababa descubriendo que sus cejas se arqueaban un poco más de lo normal cuando
intentaba colarle a otro una pequeña mentira no demasiado elaborada para camuflar
una verdad de las grandes. Verdades que consideraba debía guardar para su
intimidad aunque, en realidad, se le escapaba por ahí, por el arqueo de las
cejas, y que siempre terminaban por complicar la vida de los demás. Lo aprendí cuando apenas levantaba un par de palmos del suelo y mi madre servía en aquella casa de locos burgueses, y ya no lo olvidé nunca.
Ahora
había un seminario en una ciudad de provincias que no sabía muy bien dónde
colocar en el mapa, pero eso era lo de menos, le enviaban los billetes y una
reserva para hospedarse en un hotel del que aún no tenía los datos. Todo muy
cómodo, afirmó. Dicho de aquella manera, no parecía raro aunque desde hacía años, más de los que podía recordar, ya nadie
le había encargado nada, absolutamente nada y nadie, ni siquiera los suyos, tenía interés en saber si seguía vivo, salvo la tía Julia.
Vivía a remolque de la fama
pasada, de unos pocos ahorros y de la conmiseración de una tía nonagenaria, con
la cabeza absolutamente perdida, que decía ver en sus ojos los de su difunto
cuñado, al que siempre profesó una gran devoción, sobre todo las tardes de verano
cuando se colaba por la ventana para darse alivio a la entrepierna que
legalmente era propiedad de su hermana. Pero de eso hacía mucho tiempo y ahora apenas quedaba
nada. Una casa destartalada en el Ensanche, la fortuna de la tía y unas
ganas inmensas de pegarse un tiro que solo se debilitaban cuando alguien aparecía por su casa para ver si seguía respirando.
Aquel domingo le encontré sentado en el salón,
hacía ver que leía un libro que sostenía vuelto del revés con las gafas
colgando del cuello. Se tapaba las piernas, ya muy flacas, con una chaqueta roída y sin
botones que había sido de su padre. Empezó a hablar de una manera embrollada, era el argumento
de una novela que empezó a escribir cuando vivía en París a finales de los
sesenta, pero que, según decía, ahora, pendiente de que un editor que no fuera medio imbécil se
la publicara, le dolían los dedos los
huevos, y un poco la razón, como para terminarla.
Ordené la casa, aireé su alcoba y dejé sobre la mesa de la cocina una nota para la mujer
que previo pago le cuidaba. Al pasar por su lado olí el orín que le
recorría ya la pantorrilla. Después de escuchar, mientras le aseaba, una buena
sarta de enmarañadas historias y sus argumentos sobre la necesidad de reventar las aceras de la calle Aribau para acabar con las ratas que se colaban por la galería para acampar sobre su cama; le besé en la frente y aprecié ese olor a pelo ralo de viejo chiflado.
Salí
de su casa con el aroma a agua de colonia en las manos. Bajé por la escalera y
pensé que, tal vez sí, llegados a un momento como aquel, lo mejor era pegarse
un tiro y que sobreviviera, con la calentura entre las piernas, la tía Julia.
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