Lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa es
en ella una maravilla.
Gilbert Keith Chesterton
Empecé a llevar
gafas a los seis años. Cuando pude escapar al control de unos padres obsesionados con la cuestión de
la vista, me las quitaba, las olvidaba en cualquier sitio y finalmente
aparecían en los lugares más variopintos. Opte por las lentes de contacto. Un solo ojo parapetado tras ella y, de golpe, una visión más nítida,
aunque solo fuera por fuera. Solo una, no necesitaba la otra, para completar las imperfecciones
de este cuerpo asimétrico. Un ojo ciego y el otro más avispado, y la solución solo para uno de ellos, como los antiguos nobles de monóculo aunque sin sangre azul. Pero el tiempo no pasa en
balde y aquella extravagancia del parche en el ojo con un dibujo que mi
hermana imprimía con fuerza apretando sus “Carioca” contra aquel pegadizo
transpirable, ha traído a mi vida las lentes progresivas como un salvavidas al trasiego de visión con el que me entretengo en los últimos tiempos. Ahora ya solo me
falta que la próxima semana me confirmen que los dolores de
cabeza solo eran cosa de cristales y giros de cabeza. Cruzo los dedos. He perdido en vista y he ganado en perspectiva,
con ello me consuelo.
Precioso, Anita.
ResponderEliminarBuenos días.