¡Todos se han perdido menos yo! Porque no tengo ningún maldito título universitario con el que lavarme el ojete. Porque acaban de llamarme ''displicente'' en mi puta cara... y he tenido que buscar en el diccionario qué coño significa esto.
Oh boy
Nos cruzamos a la altura de correos. Nos saludamos sin demasiados protocolos. Nos dijimos las
cuatro cosas corrientes, mostramos la sorpresa por ese encuentro tan curioso. Hacía
tiempo que habíamos agotado los temas en común y pocas cosas quedaban ya por
hablar. Un comentario sobre las casualidades, rebatido por otro sobre que las
casualidades no existen, nos llevaron a la falsa promesa de llamarnos con calma,
vernos de nuevo y ponernos al día. Nos despedimos con un apretón de manos que
se prolongó un poco más de lo que marca la indiferencia. Había poca cosa que
contar. El día a día de cada uno no deja de ser una sucesión de hechos vulgares
que nada dicen a quien no los vive y, a veces, ni siquiera a ese. Continué
caminando por la misma acera, acelerando un poco el paso y busqué en el bolsillo la lista de la compra
que Brândusa me había entregado al salir de casa. Leí la nota que recogía todo un baile de productos de limpieza y una
aclaración sobre las marcas blancas a las que no debía ni acercarme. Parecía un
presagio. Me volví y ahí seguía, clavado sobre la acera. Pensé en acercarme,
preguntarle si se encontraba bien, pero fue solo un instante. Sabía que no
había nada que desandar, que mi futuro próximo se encontraba en el supermercado
de la esquina. Nuestra historia común, prohibida entonces, había ocurrido hacía demasiado tiempo y, ahora, cada uno en su sitio vivía lo que le correspondía y, en aquel momento,
lo que me correspondía era comprar las cuatro cosas que aquella mujer, que
procuraba que mi vida no se convirtiera en un auténtico desastre, me había
encargado. Brândusa había sido uno de los pocos aciertos en los últimos años. A
diario me cruzaba con ella en el portal, trabajaba en casa de los del tercero. Por
mi aspecto desastrado, sin afeitar, arrugado y un tanto encorvado, debí de darle
una pena tremenda, la misma que un penco viejo, como dijo. Se ofreció a pasar por casa y echarme una mano por un precio
razonable. Convenimos unas horas a la
semana y, desde entonces, aunque mis hombros siguen en el mismo sitio, mi semblante
ya no es el de un impresentable.
Pagué y salí a la calle. Pensé
en dar un rodeo, bajar unas cuantas manzanas y volver a subir. Con esa vuelta evitaría
otro encuentro fortuito que iba a dejarme mal cuerpo y con la
sensación de que el pasado me pisaba los talones. Empezaba a hacerse tarde pero necesitaba volver al presente. Caminé cargado el peso de la bolsa de la compra. Me puse nervioso. Cambié de dirección, entré en un bar y pedí un café mientras fingía leer el diario. Me
repetí, con el sonido de fondo de las noticias de la mañana, que la memoria es engañosa. Rocé con la punta de los dedos la palma de
la mano y convine, conmigo mismo, que somos mucho más frágiles de lo que
creemos y que el tiempo es una mera convención que no rige en la cabeza.
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