El tabaco del narguile estaba demasiado apretado, como sucedía con frecuencia en casa de su amigo, y el agua burbujeaba malhumorada. Aziz estuvo persuadiéndolo pacientemente hasta que por fin cedió y el aroma del tabaco se extendió a chorros por su nariz y sus pulmones, expulsando el humo de las hogueras de estiércol que los había invadido mientras el joven médico cruzaba el bazar.
Edward Morgan Forster
Llevamos sin dormir, cambiando de
trenes, más de veinticuatro horas. Empieza a dolerme la espalda, pero no importa. La novedad y el entusiasmo que me genera todas y cada
una de las cosas con las que me voy tropezando superan con creces el
agotamiento que empiezo a arrastrar. Viajar por el gusto de no quedarse quieto es una de las
inmensas maravillas de las que goza el ser humano. Por el camino, entre los
campos de un cereal que no reconozco, los niños caminan volviendo de la escuela
en la que han pasado todo el día. El contraste entre sus uniformes azules y la
tierra severa es una de las mayores contradicciones de esta tierra tan rica y tan
pobre a la vez. Al cruzar la última aldea, antes de entrar en la nada, el tren reduce la velocidad y un grupo de
mujeres sube para vender cocos; bolsitas de leche de unas vacas famélica, que sobreviven con las cuatro hierbas que crecen junto a las vías del ferrocarril; y flores de franchipán para vestir la melena.
Compro un coco que parto contra la agarradera de la banqueta y me encomiendo a
la naturaleza para que esta temeridad no me lleve a tener que correr, en las próximas horas, a un baño
que no existe.
Dejamos atrás una hilera de chozas que corren en paralelo a la vía por la que marchamos y que marca la frontera entre lo
fugaz (nosotros) y lo que siempre permanece (ellos). Vamos tan despacio que se puede
contemplar la vida sin que nuestra presencia, escondida tras el casco de un
tren, llame la más mínima atención.
La vista de lo escaso devuelve la idea de lo imprescindible, de lo que en verdad es esencial.
Nos adentramos en páramos casi desiertos, salpicados por algunas pozas de agua verdosa en las que los bueyes de
agua campan a sus anchas.
Me asomo a la ventanilla una vez más. Está atascada
desde que salimos, pero el aire, aunque caliente, alegra un poco el bochorno de
este vagón ruinoso. El aire huele a bosta y a tabaco viejo. Una bandada de pájaros recorre la línea del horizonte. Pronto anochecerá y el
viaje seguirá alumbrado con apenas la luz de lo que parecen unas linternas colgadas del techo del vagón.
Aprovecho los últimos rayos de sol para escribirte esta nota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario