Era como si mientras el engaño sucedía en
silencio y monótonamente, todos nosotros hubiéramos aceptado ser engañados,
favoreciéndolo con nuestra inconsciencia o puede que cobardía, pues toda la
gente es cobarde y prefiere de un modo natural cometer una traición, ya que
ésta tiene un aspecto cómodo.
William Faulkner
Tengo que cerrar el balcón para que no se cuele el ruido de fuera.
Los domingos siempre ocurre lo mismo, la calle, silenciosa a diario, se
convierte en un continuo disloque de cánticos religiosos de la iglesia
evangelista que hay la esquina y de críos correteando, gritando, por las aceras
mientras esperan a unos padres que andan encomendándose a Dios o a quien sea. Una
anticipación de la vida eterna acostumbraba a decir, con cierta guasa, en cuanto
las primeras voces se colaban en casa.
Ahora ya nadie dice nada y todos esos sonidos son sólo un ruido insoportable que arruina la mañana del domingo. Abro al cabo de un rato cuando sé, por la
costumbre, que la intensidad habrá ido de baja y los “Aleluya” solo serán un
rumor que escampa entre los plataneros medio muertos del callejón y la ronquera de algunos tubos de
escape.
Busco en la nevera algo con lo que engañar el hambre antes de tirarme
al sofá y recorrer toda la geografía de este festivo entre bostezos y lecturas
a medio gas. Quedan unas galletas de chocolate, un poco de queso y una botella
de cola sin gas. En el congelador, los restos de
un guiso de sepia que trajo mamá antes de que le prohibiera la entrada. Aquí ya
no entra nadie, nadie que venga con ganas de evangelizar por una vida que dicen que continúa pese a todo. Me pregunto ¿Qué sabrán? Cojo un vaso y
lo lleno de agua del grifo. Por la ventana de la cocina se cuela una voz
lastimera y unos cuantos rayos de sol que acabarán con la maceta de hierbabuena
que sobrevive en el alféizar.
Suena el
teléfono y no descolgaré, esta vez tampoco, ¿Para qué? No tengo que contratar ningún seguro, ni
cambiar de compañía de telefonía móvil. Ya nadie llama a las líneas fijas si no
es para vender algo que no quieres. Tanta basura, tanta ruina, y nada que colocar en el
horno, nada que cocinar ya. El polvo cubre la leja
en la que aún reposan sus gafas.
Solo son
las dos. No hay nada que hacer. Solo queda esperar a que llegue otro domingo para abrir las ventanas y tener la posibilidad, una vez más, de despreciar la vida que se cuela en forma
de salmos, de voces que murmuran sin que las veas, y el polvo que seguirá acumulándose sobre unos cristales ciegos.
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