Gracias al trabajo la mujer ha superado la distancia que la separaba del hombre. El trabajo no es lo único que pueda garantizarle una libertad completa.
Simone de Beauvier
Corren tiempos extraños, tan
extraños como para que muchos de los valores y principios que hasta ayer considerábamos
humanos y fundamentales no sean considerados más que cuatro tonterías que no merecen respeto
alguno. Es quizá por eso, porque andamos en tiempos revueltos, en los que se
confunde el culo con las témporas, que aquellos que, frente a determinadas posturas radicales, defendemos la igualdad absoluta entre
hombres y mujeres, sufrimos virulentos ataques. Muchas de estas feroces acometidas son llevadas a cabo por otras mujeres que, autoproclamadas adalides del feminismo y de la verdad, propugnan otro tipo de posicionamientos sobre la realidad hombres/mujeres. Estas personas suelen considerarnos menos que cero. Se nos acusa de ser las principales enemigas de los derechos de las mujeres, pero en cuanto
les preguntas a qué derechos se refieren, acaban diciendo que: a la vida; a no ser maltratadas; a vivir sin
miedo; a no ser apartadas de sus hijos; a decidir su orientación sexual; a
trabajar con iguales retribuciones que los hombres; a no ser discriminadas por razón de su sexo; a alcanzar cimas de poder en el trabajo; a desarrollarse personalmente sin
interferencias perniciosas; a gobernarse como quieran; a su independencia; a
conciliar su vida laboral con su vida familiar; a tener hijos; a no tener
hijos; a no estar sometidas al dictado de
la moda; a poder, en definitiva, hacer con libertad lo que todo ser humano quiere. Y no deja de ser interesante, porque
precisamente todo eso es lo que yo quiero, y lo quiero sin levantar banderas de
nada y sin machacar a todas esas mujeres que, queriendo lo mismo que ellas, no
aceptan ni sus formas ni consignas totalitarias y castradoras, de unas y de otros.
Defender todas esas cosas que todos
queremos, nosotras y ellos, parece ser que no puede hacerse esgrimiendo que lo
que debe primar para todo ello es la igualdad. Ni sosteniendo que no se quiere ser parte de nada si no es por
la propia valía personal y profesional, porque no necesitamos cuotas que pongan
a personas que quizá no lo valen solo porque hay que cubrir un cupo. Ni se puede sostener que lo
que queremos, dentro de nuestras diferencias, es que nuestros derechos, y su
ejercicio efectivo, no dependan jamás del sexo de quien los esgrime. Necesitamos leyes que
establezcan no solo la igualdad formal entre las personas (sin distinción de su
sexo), sino un sistema que lo garantice con un exquisito rigor (incluso con reconocimiento retroactivo) y que sancione, de un modo
ejemplar, las vulneraciones que contra este derecho fundamental se produzcan.
Sin
embargo, en estos días de polémicas encendidas, pensar de esta manera es una
mala cosa, sobre todo si eres mujer. Pues terminar vilipendiada y señalada por
el dedo de otra fémina que sostenga (porque cree que su postura es mejor que la
tuya) que eres consecuencia del maldito
heteropatriarcado y que tiene la sesera medio seca, aunque lleves media vida partiéndote
la espalda para que ella pueda sostener lo que le de la gana en absoluta libertad.
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