martes, 11 de abril de 2017

MIS CUATRO CHAVOS

                               
                               La estudié y ella nada me enseñó.
                               Pronto olvidé todo lo aprendido; después,
                               fui agobiado por el conocimiento— 
                               el insoportable conocimiento de la nada.
Thomas Merton




Dices que ya estás listo, que cuando quiera podemos salir. Pero no, necesito un poco más de tiempo y que ese tiempo lo acompañe un café sin prisas, sin el tintineo de las llaves en la mano, sin el peso que moveremos de un lado a otro de la ciudad porque eso es lo que nos tocara hoy. Correr y volver a correr para demostrarles a todos que no estamos muertos. Miro por el balcón, en el edificio de enfrente, una reunión de trabajo parece irse de madre. Los brazos alzados, algunas cabezas bajas y aquí, sobre la mesa, el café esperando que le disuelva el azúcar mientras leo por encima los titulares del periódico de ayer que alguien dejó sobre mi mesa.  Una muerte inesperada que parece más muerte que cualquier otra, ser famoso es lo que tiene; unas cuantas bombas que reparten vísceras que a pocos importan porque no los conocía ni Dios; y, como colofón, el relumbrón de unos cuantos que juegan al fútbol por cuarenta mil chavos a la hora, al minuto, tal vez al segundo. Migajas de un mundo raro que ya ha quedado antiguo. El ayer no existe aunque sobre la mesa aun quede el papel. Descuelgo el teléfono porque quiero dar los buenos días. El café se enfría. Veo que te impacientas, tenemos que salir si no queremos llegar tarde. Un gesto con la cabeza para decirte que sí, que ya salimos, pero es un sí que es un casi no, porque confío en los diez minutos de cortesía y porque a estas alturas la vida ya no permite dejarse nada en el tintero. Pero eso tú, a tus pocos años, quizás aun no lo sepas. Tampoco ahora importa demasiado.






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