Aprendí que las personas olvidarán qué dijiste, olvidarán lo
que hiciste pero las personas nunca olvidarán cómo las hiciste sentir
Maya Angelou
Suena el teléfono. Miro el reloj de la mesilla y son casi
las tres de la madrugada. Si no quiero que se despierte medio edificio tengo que
saltar de la cama y correr. Llego a trompicones hasta la mesa del comedor, creo que
ahí dejé el teléfono cuando llegué a casa. Me golpeo la punta del pie y un dolor sordo me recorre la pierna; tiro los
periódicos al suelo y al final, antes de que salte el buzón, lo alcanzo. No me da
tiempo más que a descolgar e intentar contener que el corazón no me salga por
la boca. A estas horas solo se llama cuando se tiene el ánimo consternado y hay
que dar la noticia de una desgracia, o cuando uno tiene un índice etílico suficiente como para que lo permita todo, hasta el bochorno retardado para cuando la sangre se vaya destilando. Este es, y no otro, el motivo por el que a estas horas estoy
sentada en una silla masajeándome los dedos de los pies. Y es que no pasa nada, poca
cosa, un estado de crisis y de necesidad, en el que se mezclan los sollozos de
un desamor que estaba más que anunciado con los quejidos ante la escalada de
la corrupción nacional y las flores, que, maldita sea, adornan ahora los gin-tónics.
Aguanto pacientemente, bostezo un poco, y miro el reloj. En menos de tres horas
tengo que levantarme para calzarme los setecientos kilómetros que me separan de
Madrid y un día que se anuncia, desde ayer, más que horroroso. Pero esto es la
vida también. Hasta colgar solo he dicho
un “diga” un “ya, te entiendo” y un casi lastimero “mañana lo hablamos”, poca cosa, pero a veces basta. Vuelvo
a la cama esperando que no se haya enfriado demasiado. Pero me he desvelado y
empiezo a pensar que el que no haya hecho una llamada del estilo, a unas horas
tan poco adecuadas, que tire la primera piedra. Miro el despertador una vez más mientras con los pies, uno de ellos un tanto magullado, busco el hueco caliente que dejé antes de saltar
del colchón.
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