Sin darnos cuenta, entre el rumor
del temor que nos rodea, ha llegado la primavera. En otro momento, algo tan sencillo como un cambio
de estación nos parecería irrelevante pero ahora, cuando solo
podemos verla desde la ventana, no debemos dejarla pasar sin rendirnos, aunque sea un poco, a la necesidad de dar importancia a las cosas pequeñas, incluso circunstanciales.
Ha llegado la primavera y con ella la imprescindible necesidad de pensar que
todo esto pasará y que las cosas irán bien. Colocarse en lo positivo es obligado. No
podemos dejarnos vencer por la tristeza, por la sensación de que todo es un
inmenso desastre. Tenemos el deber de facilitar la vida a los que nos
rodean y a nosotros mismos.
Esta mañana he tenido que salir a trabajar. Blindada con
guantes y mascarilla, he bajado al anden del metro temiendo por el riesgo que corría entrando en un vagón en el virus campa a su aire que, aunque nadie lo ve, todos sabemos que está ahí. Pero no
temo por mí, temo por otros, por los míos. Es un temor que no nace de la bondad, sino de la incapacidad mal llevada de no controlar lo que no está en mis manos y del miedo al
sufrimiento de los que quiero. Y pensando en eso, en lo lejos que parecen algunas cosas, en la fragilidad del ser humano, he atravesado la ciudad, observando
el gesto grave de mis compañeros de trayecto. Nadie habla. El silencio
impresiona. La gravedad se ha instalado en nuestro día a día y nos va a tocar vivir con ella, junto al olor a hidro-alcohol y a las miradas perdidas de nuestros vecinos.
Pero ha llegado la primavera y eso, al menos hoy, es un
regalo del que conviene disfrutar, aunque sea a través del cristal de las ventanas de nuestras casas. Esas que a
ratos nos aíslan y a ratos, aunque parezca extraño, nos unen con los que, como nosotros, esperamos que
todo esto pase pronto y podamos volver a nuestras rutinas, a nuestras calles, a
nuestra vida.
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