La misma calidad que tu ciudad,
tu ciudad de cristal innumerable
idéntica y distinta, cambiada por el tiempo:
calles que desconozco y plaza antigua
de pájaros poblada,
la plaza en que una noche nos besamos.
Jaime Gil de Biedma
Estoy en mi mesa. Frente a la ventana. El horizonte es la
tapia de una obra que que la crisis dejó parada. Nunca más la retomaron. Hay proyectos
que nacen muertos y éste puede que sea uno de ellos. Empezó con toda la ostentación
del mundo y hoy los pretiles de las terrazas están llenos de verdín. Y ahí
sigue, incompleta y no del todo muerta desde que los pájaros anidan entre
el hormigón. Cuesta pensar que alguien pusiera su empeño y su dinero en una
construcción, no demasiado grande, para abandonarla durante años. Desde mi mesa
veo el inicio de la construcción, la disposición de las vigas de cemento y en
mitad de todo, un agujero enorme desde el que se puede ver la medianera del
edificio con el que colinda. Se me hace extraño que nadie la haya ocupado, que
nadie se haya interesado por terminar, o tal vez por derruir y vender la
parcela para que otro construya lo que quiera. En tiempos de especulación
inmobiliaria todo es posible. Pero ahora, sin servir al antojo del que la parió,
se ha convertido en la residencia improvisada de una pareja de mirlos que cada
día sobrevuelan los muros y me animan la mañana. Rompen el silencio, la monotonía
de los días van pasando y que se clavan en una tapia envejecida en la que hasta
el tiempo se ha quedado vacío.
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