Caminaba por delante de mí, a unos
metros de distancia que no evitaron que le reconociera por la espalda. El estómago
me dio un vuelco y aminoré el paso de manera que la pisada apenas rozaba el
suelo, como si de esa manera evitara que mi presencia fuera descubierta. No quería que se girara o sí, pero seguramente no, en realidad no lo sabía y dudé en dar la vuelta, o en doblar la próxima esquina para alejarme y que todo siguiera igual. Una manera de alejar el futuro siempre es evitar el
presente. Pero seguí caminando sin apartar la mirada de aquel movimiento oscilante
de brazos, de aquella cabeza que reconocería aun con la luz apagada.
Si aligeraba
el paso, los míos también lo hacían; si lo enlentecía, me paraba durante unos
segundos hasta que él retomaba el ritmo. Desconocía hacia donde se dirigía y mi
camino, ahora ya totalmente desviado, era una incógnita que no tenía intención
de resolver por ahora. Cruzó la avenida con el semáforo ya parpadeante y
yo, sin saber qué es lo que pretendía con ese seguimiento un tanto enfermizo e infantil, me paré para evitar coincidir
en la isleta central. Mientras esperaba el cambio de luces, le sonó el teléfono. Desde la
acera, unos metros por detrás, no alcanzaba a escuchar su voz, pero sus hombros se habían alzado
ligeramente, la espalda parecía en guardia y el paso, cuando se puso en marcha,
era mucho más decidido. Fue al alcanzar la
acera cuando le vi vuelto, mirando hacia mí, pero sin verme. Me detuve por prudencia,
por temor, por la insoportable sensación de ser descubierta en una falta que no
había buscado; y ahí estaba yo, perdida por dentro, sintiendo los pies frágiles
e indecisos e invisible. Su mirada andaba lejos de allí. Seguí caminando, sabiéndole cada vez más cerca, con la única idea de acariciarle el pelo
y sentir, quizá por última vez, el calor de su piel en mi mano.
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