domingo, 3 de abril de 2016

TIA JULIA

La existencia no es más que un episodio de la nada.
Arthur Schopenhauer



Si le miraba bien, siempre acababa descubriendo que sus cejas se arqueaban un poco más de lo normal cuando intentaba colarle a otro una pequeña mentira no demasiado elaborada para camuflar una verdad de las grandes. Verdades que consideraba debía guardar para su intimidad aunque, en realidad, se le escapaba por ahí, por el arqueo de las cejas, y que siempre terminaban por complicar la vida de los demás. Lo aprendí cuando apenas levantaba un par de palmos del suelo y mi madre servía en aquella casa de locos burgueses, y ya no lo olvidé nunca.
Ahora había un seminario en una ciudad de provincias que no sabía muy bien dónde colocar en el mapa, pero eso era lo de menos, le enviaban los billetes y una reserva para hospedarse en un hotel del que aún no tenía los datos. Todo muy cómodo, afirmó. Dicho de aquella manera, no parecía raro aunque desde hacía años, más de los que podía recordar, ya nadie le había encargado nada, absolutamente nada y nadie, ni siquiera los suyos, tenía interés en saber si seguía vivo, salvo la tía Julia.
Vivía a remolque de la fama pasada, de unos pocos ahorros y de la conmiseración de una tía nonagenaria, con la cabeza absolutamente perdida, que decía ver en sus ojos los de su difunto cuñado, al que siempre profesó una gran devoción, sobre todo las tardes de verano cuando se colaba por la ventana para darse alivio a la entrepierna que legalmente era propiedad de su hermana. Pero de eso hacía mucho tiempo y ahora apenas quedaba nada. Una casa destartalada en el Ensanche, la fortuna de la tía y unas ganas inmensas de pegarse un tiro que solo se debilitaban cuando alguien aparecía por su casa para ver si seguía respirando.
Aquel domingo le encontré sentado en el salón, hacía ver que leía un libro que sostenía vuelto del revés con las gafas colgando del cuello. Se tapaba las piernas, ya muy flacas, con una chaqueta roída y sin botones que había sido de su padre. Empezó a hablar de una manera embrollada, era el argumento de una novela que empezó a escribir cuando vivía en París a finales de los sesenta, pero que, según decía, ahora, pendiente de que un editor que no fuera medio imbécil se la publicara, le dolían los dedos los huevos, y un poco la razón, como para terminarla. 
Ordené la casa, aireé su alcoba y dejé sobre la mesa de la cocina una nota para la mujer que previo pago le cuidaba. Al pasar por su lado olí el orín que le recorría ya la pantorrilla. Después de escuchar, mientras le aseaba, una buena sarta de enmarañadas historias y sus argumentos sobre la necesidad de reventar las aceras de la calle Aribau para acabar con las ratas que se colaban por la galería para acampar sobre su cama; le besé en la frente y aprecié ese olor a pelo ralo de viejo chiflado. 
Salí de su casa con el aroma a agua de colonia en las manos. Bajé por la escalera y pensé que, tal vez sí, llegados a un momento como aquel, lo mejor era pegarse un tiro y que sobreviviera, con la calentura entre las piernas, la tía Julia.






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