"Y allí nos pudriremos, mi amor imposible.
Jamás nuestros amgullados cuerpos se volverán luz".
Si uno no tiene demasiada prisa,
y en los aeropuertos uno no suele tenerla, salvo que sea un aficionado al
riesgo, el tiempo de espera puede convertirse en un dócil anestesiante. Desde
que dejaron de anunciar los vuelos por megafonía, los pasajeros trasiegan por
los pasillos dando saltitos silenciosos, simulando prisa cuando en realidad,
eternos delayed los mantienen aparcados en las salas de espera.
Llegamos al aeropuerto de
Malpensa con tiempo de sobra. Hablar de cierta resaca después de dos días en un
pueblo diminuto, sin más alternativa que dos cantina, cada una de ellas en un
extremo de la calle principal; de cuarenta y ocho horas de dispares brindis a
la luna, al sol, a la luna de nuevo y vuelta a empezar, no solo es acertado,
sino que es exacto. Aun así, nos mantenemos en pie e investidos de cierta
triste dignidad. Los asientos de la terminal se nos antojan cómodos sofás en
los que reposar la cabeza mientras la pantalla anuncia un nada sorprendente retraso.
El viernes llegamos a medianoche,
cansados y más apenados que de costumbre. Un coche nos espera para adentrarnos por
campos embarrados mientras la lluvia, serena, martillea la carrocería como una
letanía. Olvidé traerme calzado para la lluvia aunque toda la semana, desde que
llamaron para anunciar que ya no había vuelta atrás, no dejé de mirar el tiempo
y de especular si en un funeral sin muerto el sol haría acto de presencia o, si
por el contrario, el dios de la lluvia nos bendeciría con un aguacero como así
ha sido.
Hemos dormitado en la terminal en ese mal sueño que da el exceso, pero aun así, entre las cabezadas que damos por turnos, le pregunto a dónde iremos la próxima vez. Me dice que espera que de momento a ningún sitio, que nuestra cartera de amigos empieza a menguar de un modo espantoso y que las despedidas, o la falta de ellas, empiezan a ser cada vez más disparatadas. Coge mi mano, la guarda en el bolsillo de su chaqueta y vuelve a dormirse. Su aliento guarda las últimas trazas del primer café de la madrugada.
Hemos dormitado en la terminal en ese mal sueño que da el exceso, pero aun así, entre las cabezadas que damos por turnos, le pregunto a dónde iremos la próxima vez. Me dice que espera que de momento a ningún sitio, que nuestra cartera de amigos empieza a menguar de un modo espantoso y que las despedidas, o la falta de ellas, empiezan a ser cada vez más disparatadas. Coge mi mano, la guarda en el bolsillo de su chaqueta y vuelve a dormirse. Su aliento guarda las últimas trazas del primer café de la madrugada.
Continuó lloviendo el sábado, la madrugada
del domingo, y ahora mismo ya en casa, con un sol mediano, le pregunto a Carlos si no tiene la
sensación de que nos hemos traído el vaho milanés y contesta, lacónicamente, que
no solo el vaho, también un resfriado tremendo, mientras estornuda por cuarta
vez.
La vida es paradójica, pero
bastante menos que la muerte. Cada uno se muere como puede, o como le dejan.
Acabo de estornudar y, con el
golpe seco de cabeza con el que lo acompaño, vuelve mis oídos Lou Reed. Porque,
sí, le dio tiempo no solo a dejar pagadas las cañas y los aperitivos, sino a
escoger la música con la que esperaba nos las tomáramos. Y tuvo entereza para
dejar el maravilloso mensaje escrito de que la vida es un mero tránsito hacia la nada y
que es durante ese camino en el que debes procurarte la felicidad, porque
después, tras las últimas las copas, bajará el telón y el show continuará, pero
sin ti.
:)
ResponderEliminar