Mi barrio es un
barrio normal de una gran ciudad, donde la gente madruga para ir a trabajar, en
el que los niños, en inviernos como éste, se cubren con gorros y bufandas mientras caminan
cogidos de las manos de sus padres, de sus abuelos, que les llevan a la escuela
antes de que ellos mismos empiecen su jornada laboral. Niños que a esas horas, medio dormidos, caminan ajustando
su paso a los minutos que corren sin demora. Esta mañana era una mañana como
cualquier otra, o al menos lo era antes
de llegar a la esquina de casa, antes de que una buena dosis de realidad acabara
de despejarme del todo.
Sobre la acera
resta el cuerpo sin vida de un hombre del que nadie sabe nada. Un hombre que
junto con los niños y con los que vamos a trabajar, formaba parte del paisaje
de mi calle. Unos y otros convertidos en parte del decorado de la ciudad. Pero
hoy yace sobre el suelo su cuerpo. La muerte inesperada y ajena, vista de
cerca, siempre impresiona. Nos deja mudos y acostumbramos a encubrirla para olvidarla porque no va con
nosotros.
Inspirar inevitablemente y contener la respiración, pero hacerlo no evita
que el aire, que huele a heno viejo, me queme por dentro. Puede que lo que huela
así sea la muerte ajena, la desconocida, la que rompe la rutina de un
vecindario cualquiera.
Una cinta de plástico
cerca su fin. Sus cosas, un petate
sucio y maltrecho que alguien ha colocado en el hueco de un árbol. La curiosidad es intrusa y mientras unos
miran, los otros se afanan para que todo vuelva a la normalidad. En apenas unos
minutos, sobre la acera, no queda más que el resto de una manta sintética de
falso oro y plata y la cinta que ahora barre la acera.
Nadie se acordará
de ti cuando estés muerto.
Mientras cruzo la calle, desviándome de la
aglomeración que murmura sobre lo que nadie sabe porque de los mendigos nunca nadie sabe nada, veo las manos de un chico que
se sujeta la cabeza y se lamenta sin consuelo apoyándose contra el capó de un
coche mal estacionado. La vida sigue, pero el mundo es menos mundo.
No puedo evitar
preguntarme ¿Quién le pensará? Uno no deja de existir mientras se le recuerde,
aunque el recuerdo habite en la cabeza
del que, sin querer, puso punto final a tu vida. La multitud se dispersa
y la vida continúa, pero no es cierto, aunque la calle quede despejada, limpia y la circulación poco a poco recupere su ritmo. El día se ha vuelto espeso, se pega entre los dedos.
Nacemos en estado
puro y la vida nos transforma sin que podamos aventurar un destino de esplendor. En ocasiones, el azar juega al balompié y cocea sin compasión.
Nos descomponemos en cien mil átomos condenados a desparecer. Pero ese último
instante, antes de que todo se vuelva tremendamente oscuro, tremendamente vacío, la imagen de aquellos a los que amamos sin condiciones, nos acompañará en el último paso, estoy segura de eso; de lo mismo que lo estoy de que la muerte no es definitiva hasta que ya nadie te recuerda.
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