El Derecho es el conjunto de normas bajo las que se
regulan las conductas y comportamientos humanos, así como las consecuencias que aquellas y aquellos van a tener. Las normas no son más que
convenciones sociales. Tales normas son las que, en lo particular, atribuyen a
los ciudadanos los derechos que le corresponden, son los llamados derechos
subjetivos, entendidos como las facultades reconocidas a una persona para que
pueda llevar a cabo, ejercitar, unos determinados actos o comportamientos.
Cuando uno piensa en los derechos propios, incluso en los
del vecino, la pregunta que se termina por formular es: ¿Cuál es la base sobre la que los
derechos se sostienen? La respuesta es solamente una, sobre la convención,
sobre lo que la sociedad haya convenido al respecto en cada momento.
Y ahora, sentado lo anterior, cabe empezar a discutir qué
pasa con el aborto, pero sin perder de vista que la cuestión del aborto no es
un problema jurídico, inicialmente, sino de otro calado bien distinto, médico, ético y moral
que lo convertiremos en un derecho, o no, en función de que convencionalmente las mayorías que imperan en cada Parlamento así lo decidan, colocando los
argumentos no jurídicos en un lado u otro de la balanza, y decidiendo a qué se debe dar relevancia y a qué no se le debe dar, con independencia de lo que cada uno considere, o incluso, en ocasiones, por encima del propio sentido común (que como no me canso de repetir, parece ser el menos común de todos los sentidos). El Derecho, en el sentido fáctico de la Ley, es una cuestión de fuerzas políticas, no nos engañemos.
Porque lo aceptable o inaceptable de una conducta, lo
reprobable o encomiable de una actuación, depende, casi siempre, de lo que la
norma establezca y de que esa norma sea aceptada por el grupo dominante en cada momento. Así de simple.
El debate está servido.
El derecho, muchas veces engendra leyes fácticas. Y tan fácticas.
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